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Oruka

Ella comprende bien que la falta de luz en su habitación es la analogía de sus recién cumplidos noventa años. Le pesa el cuerpo, pero aun así abjura de la idea de convertirse en una planta. Se propuso atender hasta el fin de sus días las necesidades de su único y último compañero: Oruka, su gato. Estaba segura de que el animal la sobreviviría y, llegado ese momento, sería su vecina quien se haría cargo de él. Le gusta esa chica: es joven, atenta y durante esta cuarentena le ha traído, además de alimentos, algunos libros que la obligan a poner en tensión su inteligencia. Oruka fue leal con la anciana. Se recostaba a su lado mientras ella disertaba a viva voz sobre la necesidad de viajar al corazón del África para escuchar y escribir lo que los sabios tribales enseñan de forma oral sobre Dios, la libertad y el destino. El felino ronroneaba y con cada especie de ronquido le transmitía alegría. La abuela se preguntó varias veces si el dolor sufrido en su vida sería comparable con los años cuando Oruka vagó por las calles escapando de los perros y buscando comida en la basura. La mirada transparente del animal parecía comunicarle que el dolor les hermanaba más allá de lo que su razón humana se dignaba aceptar. La aparición del Covid-19 acrecentó la intimidad entre esos dos seres que siendo distintos experimentaron el mismo confinamiento. Pero hoy la dama está en silencio. Al despertar de su siesta halló a Oruka tendido a sus pies inerte y sin vida. No llora, pero otro aguijón vuelve a clavarse en su corazón mientras le pide a su joven vecina que la socorra buscando un lugar para dejar un pequeño y peludo cadáver.   

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