Mi Capitán, le escribo estas líneas para denunciarme. Me
allano desde ahora a las sanciones que correspondan a los hechos que informaré.
Sepa usté que el suscrito, siendo las 23 horas con 45 minutos del día de ayer, se apersonó en
el sitio preciso donde le fue encomendado controlar el tránsito y velar por la
seguridad interior de la nación. Fueron horas de oscuridad y sin ningún contacto
humano. Durante la madrugada me entretuve contando las liebres que cruzaban
saltando el camino, oyendo el canto de los búhos e intentando seguir con la luz
de mi linterna el vuelo de los murciélagos. En eso se encontraba este seguro
servidor de la patria cuando en una berma del camino se detuvo un vehículo cuya
placa patente, marca, modelo, color y año he olvidado por el impacto de lo
ocurrido. De su interior descendió la maravilla más sublime que jamás mis ojos
hayan contemplado. Hasta ese momento yo sólo conocía el amor a mi institución. Aquel
portento humano me dijo que al descubrirme a esa hora y en ese lugar imaginó
que yo sería el más desdichado de los mortales. Me explicó que mientras el sol no
saliera podía demostrarme que estábamos vivos. Dejó encendido el motor, las luces y la radio de su automóvil. Se quitó los calzados, subió al capó y bailó de
tal manera que he debido reescribir este párrafo un par de veces. Sé bien, mi
Capitán, que usté me ha enseñado a sospechar de los sentimientos, a fortalecer
cada día la voluntad e impedir que la inteligencia sea intoxicada con tanta
porquería digital. Mas, verdad sea dicha, nada pude hacer por resistir este milagro.
En este acto dejo a su entera disposición mi uniforme, mi gorra y mi arma. No
tengo placa que devolver porque se la entregué a ese trozo de gloria. Sí, mi Capitán,
me adelanto a su pregunta. Por supuesto que el suscrito sabía que en ese sitio nuestra
ilustre municipalidad había inaugurado la semana pasada la instalación de una
cámara de vigilancia que funciona las 24 horas del día. Al respecto puedo decir
tres cosas: uno, que celebro la iniciativa del señor alcalde porque así florece
la probidad de los funcionarios públicos; dos, que cuando usté aprecie las imágenes
entenderá por sí mismo lo que yo he sido incapaz de explicarle con palabras;
y, tres, que al momento de firmar mi destitución inmediata tenga a bien, por favor,
concederme a mi costa una copia de la referida cinta de videograbación.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Muy gracioso, sobre todo la conducta, tan bien dibujada en el relato, del personaje principal. Me enterneció su honestidad
ResponderBorrar"A mi costa una copia" qué divertido.
ResponderBorrarCómico, sensible y muy descriptivo...bueno!!!
ResponderBorrarMuy bueno Franz
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