“Buenas
tardes, profesora” – dice el estudiante. La maestra ni bien acaba de verificar
que el audio y la imagen de la videollamada estén funcionando, cuando él ya
comienza a disparar varias palabras por minuto. “Tengo listo el título para mi
tesis: ‘Aproximación crítica a los últimos cuatro mil años de la humanidad sobre
la tierra desde una perspectiva económico-cultural-político-antropológico-filosófica’”.
La docente entra en pánico por lo que oye, al punto que se atora y pierde la
voz. Su aprendiz interpreta aquello como un reproche de insuficiencia a su proyecto
académico. Se decide entonces a ir todavía más lejos con tal de ser aceptado
por su directora de tesis y no perder la beca. “Comprendo lo estrecho de mi campo de estudio. Le
agregaré entonces, además de los enfoques jurídicos, literarios y artísticos,
la bajada pragmática de todo esto: ‘¿tiene sentido que la humanidad se
embarque en la búsqueda de otro hábitat dentro del mismo sistema solar?’
¿Qué tal ahí, profesora? Mucho más claro que antes, ¿verdad? Sí, usted tiene
razón: casi pierdo el sentido de la utilidad”. La maestra aún no vuelve en sí
cuando recibe este nuevo golpe al intelecto. Queda noqueada. Sólo atina a mirar
fijo a la pantalla. Su candidato al grado percibe este silencio como otro acto
de censura por lo poco y nada de todo cuanto viene a proponer. Insiste entonces
en sacarle siquiera una mirada de aprobación a su mentora. “Profesora, vea
usted: propongo revisar toda la bibliografía que se haya publicado desde el siglo
quinto en adelante y se encuentre escrita en alemán, francés, inglés, ruso y chino
mandarín. Ah, sí, por cierto, casi lo omito, en español también”. La directora
de tesis comienza a temblar de sólo pensar que este pequeño saltamontes, ávido
de revelar los misterios del universo, pudiera estar cerca de hablar en serio. “Dígame,
joven: ¿cuántas páginas tendría este ensayo suyo?”. Él se siente emplazado por
la pregunta y está dispuesto, ahora sí, a no defraudar a su formadora: “Mire, ese
punto aún lo estoy pensando. Por el momento estoy entre las seis, siete u ocho
mil páginas sin contar los correspondientes anexos, citas al pie y el índice onomástico”.
Bastó eso último para que la doctora sintiera de una los síntomas de un
fulminante surmenage. No alcanzó a despedirse de su alumno ni pudo apagar su
pantalla cuando experimentó que las fuerzas le faltaban y cayó desmayada de su
silla. A solas frente a la nada y ante un elocuente silencio el tesista se
lamenta de su mediocridad y no se perdona el haber traído algo tan liviano a la
cita con su directora. “Sí, lo mío es una insignificancia. Discúlpeme,
profesora”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Cuantas miradas hay en este cuento. Dice demasiadas cosas. Debo pensar.
ResponderBorrarJaja excelente...
ResponderBorrarEso es ambición
ResponderBorrarY lo reprobaron por plagio... jejeje
ResponderBorrarEXCELENTE Franz!!!
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