Se
acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra,
no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban
con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido
que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban
papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días
la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no
quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor
que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo
para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con
sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un
derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por
fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas,
caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó ella una mañana
sentada debajo de un árbol. “Nada”, fue todo lo que le contestó. Y ese mismo
día, cuando el sol se apagaba, ella lo dejó. El colmo fue un día cuando su último
amigo lo escuchó rezar consigo mismo (“Santificado sea mi nombre, venga mi
reino y hágase mi voluntad en la tierra como en el cielo”). Espantado, su compañero
tuvo una sospecha. “A ver, préstame tu carné por un instante”, le dijo. “Prestártelo,
no, pero acercártelo a los ojos por unos pocos segundos, sí”, le contestó
Avaro. ¡Ahí se supo todo! “¡Cambiaste el nombre!”, concluyó este último conocido
que aún se dignaba a tratar con él. “¿Y qué puedo hacer?”, lo interrogó el que
antes tuvo una ‘l’. “La única forma es que vuelvas a nacer. Una cosa trae la
otra. Nuevo nacimiento, nuevo nombre, nueva identidad”, afirmó su inseparable
aliado. Y así con la de anoche, Avaro suma cincuenta madrugadas en vela
pensando si un hombre viejo puede regresar al vientre de su madre.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Excelente
ResponderBorrarGenial
ResponderBorrarMuy posible en estos tiempos!!!
ResponderBorrarBuenísimo cuento!!!
De facto, divino
ResponderBorrarFranz, cómo es posible que nos lleves a tantas emociones en un cuento: el asombro ante perder una letra, la burla a nuestra chilena omisión de la s, el gracioso vivir del nuevo avaro, la terrible oración, hasta traernos a Nicodemo al presente. Una nueva obra maestra.
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