Ir al contenido principal

Bemoles

“¿En qué me dijo que trabajaba, caballero?”, pregunta la entrevistadora. “Compongo himnos nacionales para Estados libres y soberanos”, le contesta el veterano.

-          Oiga, disculpe, pero ¿eso sucede cada cuánto tiempo?

-          Cada vez que la historia nos sorprende con la caída de uno que otro muro.

-          ¿Cuándo fue la última vez que escribió un himno?

-          Me pidieron varios cuando se desarmó la URSS.

-          Oh, ya veo. Pero ¿eso habrá de suceder allá por las Europas del Este nomás?

-          No, para el África también compuse: acuérdese que las coronas perdieron sus colonias.

-          Comprendo. Pero, bueno, no se me vaya tan lejos. Quédese por el barrio. Dígame, ¿qué ha hecho en América del Sur?

-          Sí, por aquí también tengo mis cositas. En los setenta y ochenta compuse canciones de protesta.

-          ¿Y quién las escuchaba?

-          Los soñadores, los trovadores, los universitarios. Donde había tiranía, yo escribía una canción.

-          Ah, pero entonces con la democracia el negocio se le vino a menos…

-          No, no lo crea. Uno se reinventa: cuando por fin se podía elegir al gobernante, compuse jingles para candidatos.

-          ¿Y cómo les fue?

-          A ellos mal, pero a mí bien. Mis clientes perdieron y pasaron al olvido, pero de mis melodías todo el mundo se acuerda. Es que las hago muy pegajosas.

-          Me convenció, señor. El trabajo es suyo.

-          Maravilloso. Gracias. ¿Cuándo comienzo?

A la mañana siguiente el veterano, elegante y emocionado, subirá al escenario. En rigor, entrará a una sala de repleta de niños pequeños. “Chicos, ¡silencio! ¡Atención! Les presento a su nuevo profesor de música”, les dirá la directora del liceo. 

Comentarios

  1. Me gustan tus diálogos, Franz, te salen súper ágiles y como tus personajes son siempre bien elocuentes y graciosos se hace muy amena la lectura. Súper buena idea empezar a hacer diálogos te salen bakanes!!! Continua con ellos!

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó