Ruperto aprendió a
leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento.
Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba
convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado
en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo,
de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan.
Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión
Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de
choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación
-compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada
domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y
sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con
voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido
consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son cada mañana!”
A veces la hermandad se quebranta y casi siempre lo acompañan exclamando
amenes, glorias y aleluyas. Desde su conversión a la fe, Ruperto ha vivido
dentro del penal enseñando las Sagradas Escrituras. “No se dice Géminis,
cae’zas e’chancho. Se dice ¡G-é-n-e-s-i-s!”, advierte con pedagogía a sus
feligreses. “Son diez lo’ mandamiento’ y doce lo’ discípulos ¡y no al revés, pó’!, bruto’ amermela’o”, corrige con más ternura que la Mistral a los nuevos
aprendices. Y así, hasta el final de su condena, ha venido predicando la Biblia
de tapa a tapa. El de hoy será su último sermón. Mañana estará libre en la
calle. La capilla está repleta. Los hermanos lloran, unos de tristeza y otros
de emoción. Ruperto, de chaqueta y corbata, sube al púlpito. Ora al Señor,
enseña la Palabra y con lágrimas de emoción acaba afirmando: “le’ prometo, mis
queridos zopencos güenos pa’ la maldá, que al igual que mi bendito Redentor, yo
también, algún día, ¡volveré!”
* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”. * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su
Oh.. me encanta.. ya me dan ganas de hacerle canción
ResponderBorrarSiiii!
BorrarHacele la canción @santibenavides 👌👍
BorrarPor favoooor
BorrarMe acorde del oyó portátil, de aquellos dibujos animados de los 80 y 90, y quizá loca analogía con el sagrado texto sirvió a Ruperto y su clan para eludir al menos espiritualmente la contención inhumana de lebiathan y sus leyes.
ResponderBorrarJajajaja
ResponderBorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarExcelente caeza e' pescao!
ResponderBorrarBuenísimo!
ResponderBorrarMe reí mucho!!!
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