* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”,
afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de
limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó
Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la
última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por
allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por
la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un
corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de
alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón
del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación.
Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los
baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como
yo”.
* Marianne dejó Puerto
Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y,
por último, su hermana menor. Esa fue la prueba rotunda de que también había
llegado su turno. Le hablaron de Chile. Le dijeron que en Santiago podría
hallar trabajo, un lugar donde dormir y a varios otros que, igual que ella,
soñaban con volver a empezar. Marianne tardó en convencerse, pero al final
empacó sus cosas en una maleta prestada, se despidió de los suyos y partió. Aunque
sus padres estaban viejos y sabía que no volvería a verlos, no fue ese el adiós
que la desgarró. Más le dolió dejar a Joshep, su primer y único amor. A él le ocultó
la idea del viaje y no le dijo nada sino hasta la víspera de su partida.
Decidió hablarle sobre hechos consumados, cerrándole de cuajo la posibilidad de
persuadirla a cambiar sus planes. “Jo, sabes que te amo. Pero debo pensar con
la cabeza fría. Aquí no puedo seguir”, fue todo y lo mejor que supo decirle al
hombre que días atrás la había conocido en su desnudez. Joseph, aturdido por la
noticia, fue incapaz de llorar. Sólo atinó, como último gesto de entrega, a
decirle: “Toma. Llévala contigo”. Marianne la recibió con cierta sorpresa. Esa
Biblia fue lo último que puso en su equipaje.
* Elizabeth no se
amilanó cuando supo de su embarazo. Siempre lo quiso, pero los años pasaban y
ese deseo de maternidad se marchitaba. Ya peinaba canas cuando el médico le
confirmó que esas molestias no eran cólicos ordinarios: “Mujer, allí adentro
hay una vida incipiente que empieza a crecer”, fueron las elegantes palabras
del galeno. Al ver que ella respondió con buena cara, cobró cierta confianza y
con algo de humor consultó a su paciente: “¿Y cómo piensas decírselo a tu viejo
para no matarlo de un infarto?”. Elizabeth rio y lo hizo con ganas. Salió de la
consulta imaginando las mil formas de notificar a su marido. “¡Zacarías,
Zacarías!”, repetía para sí como suspirando mientras caminaba de regreso a
casa. “A ver”, decía en voz baja sin dejar de sonreír, “¿cómo te lo explico,
Zacarías?”. “Mi vida, ¿recuerdas lo que hicimos esa noche después de beber?” (“No,
eso sería muy burdo”). “¿Te atreverías, mi cielo, a cambiar un pañal?” (“No,
eso suena duro”). “Oye, mi gordo, ¿no sientes que ya es hora de ampliar la
casa?” (“No, es demasiado abstracto para él”). Así, en ausencia de algo mejor,
sacó el celular de su cartera, marcó el número y esperó a que timbrara. Del
otro lado oyó al instante el archirepetido saludo de su hombre: “¿Sí, amada mía?
Dígame, nomás”. Ella fue al punto: “Zac, estoy embarazada”. Silencio total. Un
segundo, dos segundos, cuatro, ocho, diez, veinte. ¡Nada! “Zac, ¿estás ahí? Sí,
estoy embarazada”. Zacarías enmudeció.
* Marianne aterrizó en
el aeropuerto de Pudahuel una mañana de junio. Santiago de Chile estaba nublado
y ella sintió un frío desconocido en su piel. Se percató que había salido
ligera de ropa e intuyó que a partir de ese momento las cosas serían distintas.
A los días, por los contactos de los contactos, encontró una habitación dentro
de un conventillo en Estación Central. Sus metros cuadrados eran húmedos y
oscuros. Pero tragó saliva y, sin comentarios, aceptó lo que le ofrecían. Por
referencias de una compañera de vecindad fue a presentarse, sin papeles ni
visas ni permisos, a la empresa de aseo “Las impecables”. Este era un
emprendimiento comenzado a pulso por Elizabeth, enfocado en emplear sólo a
mujeres extranjeras. Venezolanas, colombianas, dominicanas y peruanas, además
de las haitianas como Marianne, pasaban por “Las impecables” hasta que lograban
regularizar su situación migratoria en Chile. Entonces optaban por otros
oficios. Se iban agradecidas de Elizabeth y dispuestas a probar suerte en otros
lados. Y con Marianne fue lo mismo. Pese a las barreras idiomáticas, ambas se
comunicaban bien. La diferencia de edad entre las dos no fue impedimento para que
se trataran con confianza, casi de madre a hija. La prueba máxima de su unión
creciente fue esa tarde cuando, al final de la jornada, Marianne, sin saber que
Elizabeth la estaba mirando, se encerró en la oficina donde les había tocado hacer la limpieza. Allí, en solitario, se animó a leer la Biblia.
* “Marianne, acércate.
Déjame verte mejor. Necesito tocarte”, le dijo Elizabeth con persuasión y
firmeza. La experimentada mujer llevó sus manos al vientre de la joven. “¡Lo
sabía! ¡Estás esperando un bebé! ¡Y lo tenías bien callado!” Pero para Marianne
no había misterio. Siempre supo que al dejar Haití llevaba en su
vientre un embrión. Era de Joseph, aunque él no tuviera idea. Su hijo vería la luz en
Santiago y, a los ojos de los mal pensados, sería un guacho, otro crío sin
papá. El parto ocurrió a finales del año en un pabellón del sistema público. El
bebé nació sin corona ni poder. Incomprendido, primero. Perseguido, después. “¿Cómo lo llamarás?”, la interrogó la matrona
que la asistió. Marianne contestó: “Yeshúa”.
Que lindo.
ResponderBorrarNo pude parar hasta leerlo por completo. ¡
ResponderBorrarOs pasaste!