Juan nació en Chile. Por
eso, desde chico, ha sido siempre Juanito. De pequeño todos lo supieron: “este niño
tiene los pies benditos”. En las canchas del barrio lo califican como el zar de
la cachaña, el rey de la gambeta. Sus goles forman parte del recuerdo de muchos
admiradores que desde cachorro lo vieron crecer bajo la instrucción de don
Gastón, un profesor retirado de castellano que, por alguna extraña razón,
olvidaba las reglas de la gramática española cuando dirigía a sus pupilos: “Ya,
Juanito, partistes”, “te tocó, mi guacho, tenís que puro salir a meterla”, “hácelo
como te dije, Juanito, ¡sale jugando!”, “gánate en la barrera, Juanito, y pónete
firme nomás”. En la memoria de muchos aún se registra esa jornada cuando
Juanito, en su propio lado de la cancha, le robó la pelota a un rival y comenzó
desde allá, desde bien abajo, una carrera frenética y estilosa para llegar con
la bola de cuero pegada al botín hasta las puertas del arco contrario. En su
trayecto se quitó a todos cuanto quisieron derribarlo. Ninguno pudo con él:
seguía raudo y con cara de pillo pasando entre las filas de los contrincantes.
Y entonces sucedió lo de tantas veces: el tiempo se paralizaba, los fanáticos gritaban
en silencio y alzaban los brazos en cámara lenta, los amigos se abrazaban de
emoción, los padres levantaban a sus hijos pequeños encima de sus hombros, y
desde el fondo se oía sólo la voz inconfundible del terror de Cervantes: “¡háguelo,
Juanito, háguelo!” El portero, vencido y humillado, no tuvo más que ver pasar
la pelota entre sus piernas (“¡hoyito!”, “¡túnel!”). Juanito se había librado
hasta de su sombra. Arco despejado, sin moros en la costa, bastaba una brisa
para empujar el balón y abrir las gargantas con tono de gol. Don Gastón
exultado, alzaba la voz: “¡Chutea, Juanito, chutea por la cresta!”. Pero esa
tarde el goleador pateó con chanfle: con la zurda propinó un golpe oblicuo a la
esférica y ésta fue a perderse, víctima de una rotación venenosa, tras unos
arbustos donde una familia disfrutaba de un pícnic con hartos huevos duros.
Nadie lo podía creer. Don Gastón olvidó el poco español que le quedaba,
enmudeció. Juanito comprendió en ese momento que hay días cuando a la hora de
la once no hay mantequilla, mermelada ni mortadela para echarle al pan.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Todo. La risa, la pena, la espera inflada como un globo y su rotura. Eres un genio Franz. Eres capaz de sacar núcleos escondidos del ser chileno. 🌝
ResponderBorrarJajaja lo.mejor y peor de los idiomas sale en las canchas..
ResponderBorrarPasa, aun a los mejores y no solo con el balón... solo que a los mejores no les pasa tan seguido :)
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