Vieja,
recuerdo cuándo y cómo te conocí. Fue por allá abajo, en lo profundo de la
tierra. Estábamos encerrados en una caja metálica movediza. Se había recalentado
el aire y me costaba un poco respirar. Entre todos los cautivos, tú eras la
única diferente. El resto hacía lo mismo. Cabezas agachadas, miradas apagadas.
Tú, no: fuiste distinta. Erguida de cuello y, con ojos vivos, observabas a tu
alrededor. Nuestra vista coincidió. Ni tú ni yo la bajamos. Un segundo, dos
segundos, cuatro segundos, ocho segundos y así, de forma exponencial, nos
observamos. Nos dio risa. Entonces me atreví. Levanté mis carnes gastadas y
llegué a tu lado. “Hola, soy José”, dije con timidez, pero directo. “Hola, soy
Patricia”, respondiste, desinhibida. “Tengo 75 años, soy viudo y no entiendo de
teléfonos celulares”, proseguí, desafiando al destino. “Yo tengo 70, me separé
ni recuerdo cuándo, y cada día abordo este vagón preguntándome qué pasará”, fue
tu honesta declaración. Salimos del metro tomados de la mano. Caminamos largas
cuadras en silencio. Antes de entrar a un café me advertiste que comprarías el
diario del día para completar el crucigrama. La mañana se nos fue buscando
palabras de tres, seis y nueve letras. En una de esas exclamé jubiloso: “¡i-m-p-r-e-v-i-s-t-o!”.
Me miraste muy seria. “A ver, déjame contar: uno, dos, cuatro, siete, diez. ¡Sí, me sirve!”,
estallaste alegre. “Eso era lo que me faltaba. Me gustas, viejo”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Que lindo. La vida nos sorprende con nuevas oportunidades.
ResponderBorrarQué esperanzador...
ResponderBorrarBello...
That is the beginning of a beautiful relationship!
ResponderBorrarDavid de Temuco???
BorrarHermoso; me da mucha esperanza de no quedarme sola
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