Ni los muchos días de encierro ni la separación forzada lograban quitarla de su mente. El amor y la pasión que sentía iban en aumento. Pero, verdad sea dicha, ella ignoraba por completo los afectos que él le guardaba y tampoco sospechaba siquiera los efectos que le provocaba con sólo aparecer convertida en sueño, recuerdo o pensamiento. Él jamás había tenido la valentía de hacer en su presencia una declaración franca sobre lo que escondía en su corazón. Durante la cuarentena imaginó la mejor estrategia para captar su atención: ¿poemas?, ¿peluches?, ¿chocolates?, ¿serenatas?, ¿velas y mantel? ¡Nada! Ella era única e inclasificable. Lo suyo no podía construirse sobre lugares comunes. Requería dar con algo nuevo. ¿Acaso ya no quedaba novedad alguna debajo del sol? Se desveló, perdió el apetito y hasta olvidó regar sus plantas y alimentar a su gato. Estaba perdiendo la batalla hasta cuando, ¡por fin!, “eureka, ¡sí!, ¡lo tengo!”. Extasiado por su ocurrencia buscó y encontró un lápiz adecuado. ¡Tarea difícil! Escribió apenas tres palabras, pero cada una concentraba galaxias de emociones reprimidas. “Eres muy bonita”, fue lo mejor y lo único que supo expresar. Entonces emprendió la hazaña: buscó un sobre, puso dentro el mensaje y, por razones de sanidad nacional, optó por subir las escaleras en vez de apretar los botones del ascensor infestados de aquel virus dañino y culpable de la cuarentena. Llegó al vigésimo piso sin aire y con las piernas temblando. Echó por debajo de la puerta su munición de cariño y emprendió su retirada. Minutos después ella se agachaba para levantar ese sobre anónimo. Lo abrió. Lo leyó. Lo palpó. Y lo llevó con suavidad a su mejilla derecha. Enloqueció de ternura y se remeció por dentro como le había sucedido en sus años de juventud. No fue, eso sí, por el impacto de aquellas tres palabras. Esta vez fue el medio escogido lo que provocó la detonación furiosa de sus querencias ocultas. Su amante secreto había elegido como prueba irrefutable de su entrega incondicional un trozo de papel higiénico.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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