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Libertad

El Kakuka, un coreano diestro para las artes marciales y ducho en el manejo de los teléfonos móviles dentro del penal, fue enviado a una celda de castigo el mismo día cuando tuvo la idea de hacer una exhibición de sus mejores patadas y golpes en presencia de algunos gendarmes y otros presos. Siendo siempre un sujeto sagaz y experimentado en estas lides, esa vez olvidó tomar la precaución de quitar del bolsillo de su buzo un chip de celular que cayó al suelo en el instante que él saltaba por el aire. Ante la evidencia, Kakuka se entregó.

El Cara’e gol, un boliviano sentenciado a veinte años de presidio, se ganó ese apodo desde que sufrió una parálisis facial que lo dejó con la boca y los ojos más abiertos de lo normal, como si estuviera viviendo en un estado constante de alegría y maravilla. Un día se autoproclamó pastor evangélico dentro de la prisión. A corto andar, el ministro del Señor fue sumariado y sancionado luego de que uno de los feligreses expulsados de su congregación lo denunciara al alcaide. Cada domingo, después de predicar el sermón, junto a un grupo de hermanos, el Cara’e gol levantaba el púlpito y cavaba un túnel que llevaba varios metros de profundidad cuando el hecho salió a la luz.

El Soplete sin llama, chilenito y coleccionista compulsivo de romances frustrados, recibió una sanción por la trifulca que generó un domingo en el Venusterio. Ese día uno de sus compañeros de celda enfermó gravemente, fue a dar a la enfermería y no se hallaba en condiciones de amar y ser amado por su mujer. Desde su lecho de dolor le envió al Soplete el recado de que, por favor, fuera a explicarle esta desgracia a su señora. Pero el mensajero se tomó atribuciones adicionales y acabó reemplazando al enfermo en las artes maritales. Se supo todo, se armaron los bandos y estalló la violencia: hubo golpes cruzados entre quienes defendían a uno y a otro.

Los tres presos se conocieron en un taller de poesía carcelaria. Llegaron allá movidos sólo por la necesidad de hacer méritos para recuperar los beneficios intrapenitenciarios que habían perdido por las faltas cometidas. Sabían leer y escribir y eso les permitió inscribirse. Cuando el alcaide leyó sus nombres en la lista del curso dijo para sí, “estos bandidos tienen puras ganas de jotearse a la maestra”. Y quizás tenía algo de razón. La profesora que impartiría el curso era una joven hermosa, estudiante del último año de su licenciatura en letras y se había ofrecido de voluntaria para ejecutar este proyecto en una cárcel de hombres.

La maestra los visitó dos veces cada semana por tres meses seguidos y al final quedó sorprendida por el éxito del taller. Ella les había dicho que escogieran un tema cualquiera. Los tres eligieron la libertad. Y ni que hubiesen leído a Stuart Mill o hubiesen nacido para redactar la constitución política, los presos se motivaron y, pasando por alto los errores de ortografía, engendraron tres poemas radicales sobre una vida sin cadenas. El Kakuka, crudo y pragmático, escribió “Ni cagando te vuelvo a perder”. El Cara’e gol, empapado por las cartas del apóstol Juan, debutó con “Hijo del viento”. Y el Soplete sin llamas, sublimando sus deseos carnales insatisfechos, principió su carrera literaria con su cacofónico poema “¡Algún día serás mía y sólo mía!”.

El taller terminó. La joven maestra se graduó con los máximos honores de su facultad. Los años pasaron. Los tres presos no supieron más de ella y renunciaron a sus planes de fuga. Pero no hay noche, por maldita que haya sido la jornada, que en la soledad de sus conciencias los nuevos poetas no saquen sus plumas para volar sobre hojas de cuadernos de matemáticas, anticipando con rimas o versos prosaicos la llegada del día cuando saldrán del penal caminando como hombres liberados.

 

 

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