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Amigos

A la hora indicada los cuatro se contactaron mediante una plataforma virtual. No se veían desde cuando egresaron del colegio. Hablaron mucho, tanto como fue necesario para quedar al día. Uno optó por la filosofía, otro por la teología y un tercero por el derecho. La única mujer del grupo, la misma compañera que en secreto todos habían amado alguna vez, cursó literatura y hoy hacía gala trabajando como editora de un muy visitado periódico digital. Entre bromas, acordaron reencontrarse al día siguiente y ofrecer en vivo una conferencia para todo público. Casi a modo de chiste la intitularon “El coronavirus y yo”. Pactaron darse libertad para tratar el asunto. Ella oficiaría de moderadora y sólo les pidió a sus tres mosqueteros que fueran sinceros al hablar. Pese a las cientos de invitaciones repartidas desde sus smartphones a los contactos de cada uno, al momento del inicio de las transmisiones sólo se hallaban los cuatro. Se rieron a más no poder. Comenzaron. Ella no les había adelantado nada sobre el contenido y mantuvo el secreto hasta el último momento. Al fin, rompiendo el misterio les dijo: “caballeros, en pocas palabras cada quien invente su propia pregunta a propósito de los tiempos que corren. No necesitan responder. Bastarán sus interrogantes”. Ellos tragaron saliva, respiraron profundo y pensaron en silencio hasta cuando ella los despabiló. El filósofo preguntó “¿y por qué no?”. El teólogo, “¿por qué la humanidad culpa de sus desgracias a Dios si a diario niega su existencia?” Y el jurista remachó con, “¿hay algo más inútil que una norma coactiva para enfrentar los embates de una naturaleza indómita?” Luego, la elegante moderadora le pidió a cada uno que, exceptuando su propia pregunta, asumiera el trabajo de contestar las consultas formuladas por los otros. El resultado fue gracioso y maravilloso. Primero tuvieron que hacer el esfuerzo por tomarse en serio la cuestión que al otro le quitaba el sueño y, después, sintieron la impotencia de jugar en una cancha extraña sin conocer las reglas ni contar con los implementos adecuados. Pasadas dos horas exactas de alegre conversación los amigos se desconectaron. No dictaron sentencias ni publicaron tesis. Tampoco hubo fecha para un nuevo encuentro. Quizás en nada expandieron las fronteras del conocimiento. Pero en el paladar les quedó el dulce sabor que deja la humildad de quien admite el valor de la presencia ajena.

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