Desde el cielo llueven
calcetines. Una vez por semana me agacho para recoger esos pedazos de tela que,
vaya a saber usted cómo y por qué, aparecen sobre las flores de mi jardín. Los
hay chilotes, futboleros, de seda y, en ocasiones, uno que otro soquete. Al
principio pensé subir a buscar a los dueños de cada prenda. Pero siendo tantos
los departamentos que hay en este poblado edificio esa sería una tarea de nunca
acabar. Además, es ahora un fenómeno que ya no me ofende ni me molesta. Me acostumbré.
Sólo me quejo de que siempre me lleguen sucios y hediondos, como si justo se
echaran a volar cuando iban de camino a la lavadora. Pero ¿por qué no habré de
alegrarme con lo que la vida me regala? En vez de buscar explicaciones
racionales a este asunto (nada de Newton sobre la gravitación de los cuerpos en
el espacio ni de vecinos con mala puntería al momento de arrojar sus prendas al
cesto de la ropa sucia) he preferido consolarme en la poesía. Benedetti escribió
sobre cómo es que los ángeles practican a su manera el ardiente Cantar de
Salomón y, así como que no quiere la cosa, se aman juguetones hasta fundirse en
un solo ser. Se me dio por imaginar que Ángel y Ángela – la pareja angelical inventada
por la pluma uruguaya- se dedica ahora a recorrer con alivio los cielos
del mundo gracias a que la cuarentena planetaria ha calmado la locura diaria de
Babel. Cuentan así con más tiempo para entregarse el uno al otro en vez de
estar dedicados a lidiar con el estrés febril que producen las capitales de los
cinco continentes. Y en cada encuentro de afectos y pasiones no sólo vuelan las
plumas, sino que también, ¿por qué no?, un calcetín. Tal cual. Es la evidencia
indisputable de que esos dos se han vuelto a encontrar allá en los cielos y,
entre glorias y aleluyas, no se percatan a dónde van a dar las prendas que se
quitan. Hoy ha sido el caso. Vi caer de lo alto un par de finas medias negras muy
elásticas que con suavidad se posaron sobre las camelias que cultivo en mi jardín.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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