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Calcetines

Desde el cielo llueven calcetines. Una vez por semana me agacho para recoger esos pedazos de tela que, vaya a saber usted cómo y por qué, aparecen sobre las flores de mi jardín. Los hay chilotes, futboleros, de seda y, en ocasiones, uno que otro soquete. Al principio pensé subir a buscar a los dueños de cada prenda. Pero siendo tantos los departamentos que hay en este poblado edificio esa sería una tarea de nunca acabar. Además, es ahora un fenómeno que ya no me ofende ni me molesta. Me acostumbré. Sólo me quejo de que siempre me lleguen sucios y hediondos, como si justo se echaran a volar cuando iban de camino a la lavadora. Pero ¿por qué no habré de alegrarme con lo que la vida me regala? En vez de buscar explicaciones racionales a este asunto (nada de Newton sobre la gravitación de los cuerpos en el espacio ni de vecinos con mala puntería al momento de arrojar sus prendas al cesto de la ropa sucia) he preferido consolarme en la poesía. Benedetti escribió sobre cómo es que los ángeles practican a su manera el ardiente Cantar de Salomón y, así como que no quiere la cosa, se aman juguetones hasta fundirse en un solo ser. Se me dio por imaginar que Ángel y Ángela – la pareja angelical inventada por la pluma uruguaya- se dedica ahora a recorrer con alivio los cielos del mundo gracias a que la cuarentena planetaria ha calmado la locura diaria de Babel. Cuentan así con más tiempo para entregarse el uno al otro en vez de estar dedicados a lidiar con el estrés febril que producen las capitales de los cinco continentes. Y en cada encuentro de afectos y pasiones no sólo vuelan las plumas, sino que también, ¿por qué no?, un calcetín. Tal cual. Es la evidencia indisputable de que esos dos se han vuelto a encontrar allá en los cielos y, entre glorias y aleluyas, no se percatan a dónde van a dar las prendas que se quitan. Hoy ha sido el caso. Vi caer de lo alto un par de finas medias negras muy elásticas que con suavidad se posaron sobre las camelias que cultivo en mi jardín.

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