Era uno de los profesores más
viejos de la escuela de derecho. En los dos últimos años fue el decano quien se
opuso a que el anciano pasara al retiro. Valoraba sus conocimientos -amplios y
universales- y admiraba sus batallas libradas como litigante en el foro
judicial por más de cinco décadas. Era un privilegio seguir contando con él. El
mundo había cambiado tanto desde cuando él comenzó a ejercer la abogacía que su
mera presencia en el claustro académico generaba en los más jóvenes un sentido
de veneración ante un monstruo del derecho próximo a su extinción. Era tratado
por sus pares y los estudiantes como si fuese un guardián de leyendas sobre
cómo se hacían las cosas cuando no existían la internet ni la telefonía
inteligente. “Mañana será su primera clase virtual, profesor. Para facilitarle
el asunto, nos bastará que nos envíe la grabación de su cátedra en vez de
pedirle que esté en vivo frente a su curso. Lo hago pensando en usted,
maestro”, dijo el decano con la condescendencia del monarca que cubre de fueros
y excepciones a su protegido. Y llegó el momento. El Matusalén de las ciencias
jurídicas se hallaba frente al computador en pleno año 2020 cuando por todo el
orbe se explotan distintas plataformas digitales para educar a estudiantes en
cuarentena. El maestro siguió las indicaciones telefónicas de su asistente.
Ella le indicaba desde el otro lado qué botones debía pinchar y cómo tenía que
conducirse de cara a la Matrix. “Profesor, ¿prefiere que le haga una video
llamada para explicarle mejor?”, le consultó su ayudante. “No, señorita, gracias.
Es un desafío que ya no puedo burlar. Tengo que aprender, nomás”, fue su corta
respuesta. Y así se pasó el canoso maestro toda la tarde hablándole a una
pantalla para entregar un producto final de exactos setenta minutos. Y ahí está
él: sentado y disertando. A ratos presiona una tecla para detener el audio y la
imagen e ir a buscar un libro y leer una cita precisa. Retoma. Luego vuelve a
detener su avance para revisar un diccionario, consultar sus notas, pensar
mejor o tomar un nuevo aliento. ¡De maravilla! Así, de a poco, el discurso va
tomando la forma de una obra maestra. Matiza su exposición con extractos de
“Los miserables” de Víctor Hugo y “El proceso” de Franz Kafka. ¡Sublime! Se
emociona. Recuerda a su fallecida mujer. Se quiebra. Rememora sus viajes por el
mundo. Se cansa. Toma agua, suspira y se esfuerza por llegar al final. Una hora
después ha terminado. Ya es de noche. Apaga su computadora. Está agotado. Se
dispone a acostarse, cansado pero contento, cuando suena su celular. Es ella,
su fiel Sancho Panza. Él le contesta con alegría. “¿Cómo le fue, profesor? Todo
bien, ¿no es cierto? Habrá recordado apretar “REC” al empezar, ¿verdad?”. El
veterano calla y mira al techo. Es invadido por la frustración de comprender
ahora para qué servía aquella lucecita roja que saltaba y lo molestaba desde
una esquina de su pantalla. “¿Aló?, ¿profesor?”, insiste ella. (Silencio).
“Maestro, ¿se encuentra bien?”. (¡Silencio granítico!).
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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