Ir al contenido principal

Expediente 411 quáter


Hastiada y embrutecida. Está amaneciendo.

Regreso a esa niña sin juegos ni risas.

Trabaje con nosotros.

Empresa internacional.

Desafío, aprendizaje, remuneración.

Confié.

Una despedida, dos maletas y tres aviones.

Océano de por medio, él me esperaba. Sonrisa perfecta.

Aterricé. (“Yo no hablo español, disculpe”).

Como fruta exótica me transportaron en un furgón.

Vestidos, maquillajes, perfumes.

Gimnasio, dietas, tratamientos.

“El cliente siempre tiene la razón”, me enseñaron.

Lo aprendí (con epistemología de perra callejera).

Matiné, vermut y noche.

Me voltearon y combinaron como al cubo de Rubik.

Igual que profeta bíblico estuve en fosos de leones y hornos de fuego.

Fui cosa con precio compitiendo en el mercado.

Tocada, mordida, ensalivada y aplastada. ¿Hay algo prohibido?

En los baños me preguntaba, Dios, ¿dónde estás?

Los días sumaron años.

La decencia de mi dueño anuló las sospechas.

Traté de enseñarles modales a los bisontes. Inútil.

Ya no tenía sentido gritar: la justicia no hace milagros.

Esta mañana manos impunes entregaron mi cadáver al forense.

Supe que no habrá repatriación para mi carne gastada.

 

 

           

 

Comentarios

  1. Felicitaciones Hijo por el don literario que Dios ha puesto en ti!!!
    Sigue cultivándolo como piedra preciosa!!!

    ResponderBorrar
  2. Impactante.... mis respetos Franz, muy buen texto.... una pregunta: ¿los milagros hacen justicia?

    ResponderBorrar
  3. Excelente amigo mío! Gracias por compartir tu talento conmigo! Me encantan tus publicaciones! Deberías escribir un librob

    ResponderBorrar
  4. Franz, amigo querido, tal vez sean cuentos sin gloria...pero doy gracias a Dios, que aún tenemos la esperanza que alguien los escriba, que otros los lean y que entre todos podamos meditar y actuar, frente a la injusticia y la incredulidad. Un abrazo, sigamos escirbiendo y leyendo...

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó