Escena
primera
(cfr.
Lucas 1:5-25 y 1:57-80)
Mudo
quedó el pobre Zacarías por no haber creído de inmediato al anuncio del ángel
Gabriel. Y es que el mensaje que le comunicó el alado vocero de Dios era
demasiado bueno para ser real. Es verdad: cualquiera en su lugar habría tenido
las mismas dudas. El hombre ya era anciano y su mujer, estéril.
Pero
sucedió lo imposible.
El
viejo sacerdote gozó primero de una noche de pasión y luego comenzó a ver con
asombro cómo se abultaba el vientre de su amada Elizabet con el pasar de los
meses. ¡Maravilloso!
¿El
problema? Aquel forzado silencio impuesto por el ángel lo tuvo los nueve meses
del embarazo de su mujer sin emitir palabra alguna (ni “¡qué lindo!”, ni “¡qué
alegría!”, ni “¡cuchi, cuchi, hijito mío!”, nada de nada). Su boca permaneció tan
cerrada como antes estuvo el vientre de su Elizabet.
Hasta
que por fin llegó el día cuando nació el bebé.
Cortado
el cordón umbilical, en una tablilla el viejo escribió que el niño habría de
llamarse Juan y adelantó que sería un nazareo: alcohol cero y pelo largo (“¡abstemio
y chascón!” - pensó el padre. “Eso es glamur”).
Entonces
el buen Señor se acordó de Zacarías y para que éste pudiera celebrar la
irrupción de una nueva vida en plena vejez le destrabó su lengua y concedió
permiso para que gritara a todo pulmón.
Pero
no contaba el Altísimo con la mala pata del nuevo papá ni con el ácido humor de
su plumado asistente. Ocurrió, pues, que apenas Zacarías se supo habilitado
para hablar otra vez no tuvo mejor idea que exclamar: “¡No lo puedo creer!” Bastó
que el pesado y literal de Gabriel oyera la desgraciada afirmación para que, cruzando
el universo a la velocidad de la luz, llegara justo hasta el domicilio del
desdichado Zacarías y de golpe y porrazo le espetara directo a la cara: “Con
que sigues siendo incrédulo, ¿eh? Así te quería pillar, viejo desconfiado. ¡Ahora
te quedarás mudo hasta cuando tu hijo alcance la mayoría de edad!”
El
anciano no alcanzó a explicar que la suya fue sólo una metáfora (“es que de
joven siempre quise ser poeta como David o Salomón”). El ángel fue implacable y
su sentencia, inapelable. Con su hijo en los brazos y en profundo mutismo
Zacarías quedó como hincha de fútbol en un estadio vacío: con la cara pintada y sin
gritos de gol mientras su equipo desciende a la segunda división.
Escena
segunda
(cfr.
Mateo 1:18-25; Lucas 1:26-38; Judas 1:22)
"¡Gabo,
se te pasó la mano!" - sentenció drástico el Omnipotente.
"Mira
que andar tapándole la boca al pobre de Zacarías a sólo cinco segundos después
de que yo mismo le había destrabado la lengua"- siguió diciéndole el Señor
a su plumado asistente, quien no atinó a más que bajar la mirada y hacer
pucheros.
"Estoy
pensando -afirmó YHWH- revocarte el encargo que tenía para ti. Capacito que se
te ocurra hacerle algo peor a José, en especial ahora que anda hecho una bola
de nervios con esto del embarazo de su novia". Gabriel quedó al
descubierto y de una sola pieza, pues ya había tramado la forma de hacerle
pasar un buen susto al carpintero si éste se negaba a tomar a María como su
mujer. Pero, el buen Dios hizo como si no se hubiera dado cuenta.
"¿Qué
tienes contra las dudas, muchacho?", preguntó el Altísimo como distraído
mirando al cielo mientras buscaba la sanción precisa para su alado ayudante.
"¿Qué puedo hacer contigo? Estoy pensando matricularte en un ciclo
intensivo de lecturas. Sí, eso haré: leerás cien veces el poema de Job, doscientas
veces las Lamentaciones del profeta Jeremías y trescientas el salterio de
Israel: los Salmos. Y por cada duda que encuentres en el texto deberás escribir
un ensayo de, a lo menos, tres páginas. Y agradece, Gabito, que no te haré leer
nada sobre la duda metódica de René Descartes sólo porque aún no ha llegado su
momento".
Se
disponía ya el plumado ser a salir de la presencia del Creador, cuando éste lo
llamó y, reculando en el monto de la pena impuesta, le dijo: "No, mejor
espera, muchacho. Oigo tu clamor. Por esta vez lo dejaré pasar. Nada más vete
ahora mismo a arreglar el pastelito que dejaste allá en la casa de Zacarías y
Elizabet y a tu regreso leerás tres veces la carta de Judas". - "¿Del
malo del Iscariote, mi Señor?", preguntó el arcángel confundido. El
Soberano del universo ya estaba a punto de estallar de impotencia por la
ignorancia de su ayudante. "No, papito. Del otro Judas. Tendrás que
aprender de memoria el verso 22. Hazlo en silencio y luego me cuentas".
Cabizbajo
entró Gabito en la biblioteca del cielo. “Una Biblia, por favor” – le pidió con
su mejor voz al siempre amable don Jorge Francisco Isidoro Luis. Con cierto dejo porteño el
bibliotecario le contestó: “¿Qué buscás, hijo mío? Creéme que yo
mismo te leería el verso que te trajo hasta aquí, pero, verás, me estoy
quedando ciego. De todos modos, tomá ésta. Es mi Biblia personal.
Rayada y subrayada, pero te servirá de todos modos”. Gabo la recibió con
gratitud.
A
solas en su aposento, y a la luz de una vela, el ángel leyó la cita de Judas. Al
hacerlo sintió al instante como si de sus ojos cayeran escamas. Le bastó pasar
sólo una vez por ese corto verso para experimentar un campanazo en la
conciencia: “Sean
comprensivos con los que dudan”.
Escena
tercera
(cfr.
Mateo 3:1-12; Marcos 1:1-8 y 6: 14-29; Lucas 7:18-23)
Plácido
y contento volvió a volar Gabriel por todo el universo. Se le veía renovado,
silbando y de buen ánimo. Si hasta el plumaje le cambió. Era notorio que Gabito
había aprendido la lección. De todos modos, lo sacaron por un tiempo de las
relaciones públicas del cielo. Así que por un rato no tuvo trato con los
humanos. Estuvo más bien encargado de ventilar el sol, sacudir el polvo de las
estrellas y barrer el lado oscuro de la luna.
Notó
el buen Señor que el plumado ser ya estaba en condiciones de retomar sus
funciones diplomáticas. Le asignó entonces la custodia a tiempo completo de
Juan el Bautista.
“Pero,
Señor, recuerde usted que fui yo el que años atrás dejé mudo a su padre
Zacarías cuando este mismo Juan apenas había nacido” – dijo Gabo con vergüenza.
“Lo
sé, muchacho. Pero eso ya lo olvidé y arrojé el recuerdo al fondo del mar” –
respondió el Único. “Vete en paz, hijo mío. Confío en ti y sé que ahora no
dejarás la crema” – y dicho esto, junto con su bendición, le entregó a Gabriel
un salvoconducto para cruzar el espacio en tiempo récord.
Y
el ángel cumplió su misión. Vio al barbudo recorrer el desierto, acampar al
aire libre, cazar langostas, hacerse su propia ropa y chuparse los dedos
pegoteados con esa miel silvestre que solía usar para endulzar la vida de vez
en cuando. Hasta ahí todo bien. Nada había sucedido aún para que Gabriel fuera
testeado en el control de sus impulsos angelicales.
El
entuerto se produjo con la detención ilegal y posterior prisión política del
último profeta del fuego y del viento. Encerrado en su celda, solitario y con
frío, el Bautista dudó. Fue una duda cruel y feroz la que vino a
molestarlo en las vísperas de su muerte. Se preguntó apenas unos momentos antes
de su ejecución extrajudicial si el carpintero de Galilea era aquel que había
de llegar. “Dímelo, ¿eres tú o debemos esperar a otro?” – era la pregunta secreta
que torturaba la mente de Juan.
La
irrupción en Palestina de ese polémico rabí de Nazaret –el guacho de María,
como gustaban denostarlo en el barrio- por momentos le hizo creer a Juan que sí
era el mesías. Mas ahora la brutalidad del imperio romano, Herodes de por
medio, le llevaba a descreer y preguntarse si acaso tenía que olvidarse de él y
esperar a otro.
Gabriel
vio al Bautista sufrir y atormentarse. Pensó en reprenderlo con dureza para
devolverle la fe. Elucubró la forma de tratarlo tal como el profeta Elías lo
había hecho con los sacerdotes de Baal: sí, nada como una explosión de fuego
caída del cielo para acallar las voces de los escépticos. “¡Incrédulo!, ¡te
comportas como un pagano incircunciso!” – mascullaba Gabito. Y estaba listo para
levantar en su contra la pluma acusadora y oprimir los botones para que rayos
divinos incendiaran las vacilaciones de Juan, cuando recordó el verso de Judas.
La advertencia vino a su memoria: “Sean comprensivos con los que dudan”.
Y
el ángel optó más bien por salir a dar una vuelta a la galaxia para enfriar su cabeza.
Escena
cuarta
(cfr.
Mateo 26:36-46; Marcos 14:32-42; Lucas 22:39-46; Juan 18:1-14)
Con
más canas y menos impulsivo se presentó esa noche Gabriel ante su Señor. “¿Está
seguro, Majestad? ¿Acaso soy yo el más indicado?” – inquirió el ángel con
sinceridad y mirando hacia la tierra.
“¿Ahora
eres tú el que dudas, muchacho? Ten un poco de compasión contigo mismo” –
replicó YHWH.
En
ese momento Gabo hubiera querido romper el hielo con un chiste. Siempre hacía
del humor una de sus herramientas más poderosas. Pero notó de inmediato que
esta vez el Soberano sí estaba atormentado. Decidió entonces someterse a sus
dictados.
“Ordene,
Alteza” – dijo el plumado ser con máximo respeto al intuir cómo el corazón de
su Dios comenzaba a hacerse trizas.
“Gabriel,
jamás quise que llegara este minuto ni que tú me vieras así. Pero, aquí
estamos. Mi Hijo te necesita más que nunca”.
(Y la luz del universo comenzó a apagarse).
“Ve
ahora, Gabriel, al jardín donde los suyos duermen y roncan a su alrededor sin
saber que el final está cerca”.
(Y la expansión de los cielos se perturbó).
“¡De
aquí oigo sus gritos de angustia, Gabriel!”.
(Y la tierra se secó y la vegetación se marchitó).
“Gabriel,
nota: ya ni tiene más palabras para clamar”.
(Y el sol se enfrió).
“¿Lo
oyes, Gabriel?”.
(Y las aves del cielo,
los animales terrestres
y las bestias marinas
parieron sólo crías muertas).
“¡Escucha,
Gabriel, ese susurro! Ha comenzado a llamarme por el nombre que más me complace:
¡Abba!”.
(Y la humanidad toda soñó una pesadilla).
“¡Advierto,
Gabriel, en el tono de su voz que está en el límite de sus fuerzas y ve a la
muerte venir con violencia!”.
(Y el Gran Yo Soy perdió el reposo).
Se
produjo un silencio que duró una eternidad.
El
universo se retorcía.
“¡Vuela,
Gabriel, vuela! ¡Hazle sentir que le amo! No resisto más. ¡Vete ahora mismo, ángel
compasivo! Mi Hijo ha comenzado a llorar sangre”.
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