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Haitianos

 

·         El gordo y el flaco.

 

Annette y Jean Baptiste eran haitianos. Se conocieron en Santiago de Chile cuando ambos coincidieron en la sala de espera de un consultorio jurídico, uno de aquellos que ofrecen un servicio gratuito a través de pasantes que adquieren experiencia llevando casos reales. Extranjería había rechazado las solicitudes de visa de ambos haitianos y, en su lugar, dispuso en su contra sendas órdenes de abandono del país. Tras saber que ella era profesora de música y él un licenciado en letras, Migraciones los tuvo por inútiles e inconvenientes de acuerdo con la legislación nacional de 1975. El abogado jefe escuchó sus historias y llamó a sus pasantes más aventajados. Ella fue derivada a un famélico Kelsen y él llegó ante un rollizo Aquino. En la víspera de los alegatos ante la Corte el tutor les dijo a sus pupilos: “Haz lo que sabes, Hans. Distingue entre validez y eficacia. Y tú, Tomás, dedícate a diferenciar entre un orden normativo justo y otro indecente. Ah, y esto para los dos: cuídense de Leviathan, pues nada hay en el mundo que se le parezca”. Al día siguiente los postulantes llegaron temprano. Engominados, de terno y corbata. Alegaron. Extranjería echó fuego por sus fauces. A Kelsen le sudaban las manos, pero demostró que normas migratorias de tiempos idos – “cuando eran pocos, Su Señoría, los que llegaban y muchos los que salían”- no sirven más hoy para responder a un fenómeno dinámico como la vida. Aquino bebió de golpe un vaso de agua y declamó en estrados que la inmoralidad no puede disfrazarse de derecho: “quien se viste con ropas ajenas, Su Señoría, calato en la calle habrá de quedar”. Sonó la campanilla. Salieron de la sala. A las horas se dictó resolución: la causa quedaba en acuerdo.

 

·         Apelación.

Por enésima vez Kelsen y Aquino volvían a leer la sentencia. Por unanimidad la Corte rechazó el amparo interpuesto a favor de sus representados. "No es lógico" - concluyó Hans. "Peor todavía: ¡es inmoral!" - se lamentaba Tomás. La Corte fue parca en declaraciones y escueta en razones. Los haitianos debían abandonar el país porque esa fue una decisión adoptada por una autoridad competente y en uso de sus facultades legales. El círculo cerraba de forma hermética. Frente a esa realidad irrefutable, ¿qué decir? "Pensé que le había caído en gracia a la ministra de la esquina izquierda. No dejaba de guiñarme el ojo y asentir con su cabeza", dijo Aquino con melancolía. "Te tengo malas noticias, cegatón -lo interrumpió Kelsen-. ¡La vieja se estaba quedando dormida!". En esa disputa se hallaban cuando irrumpió el tutor: "juristas, les toca apelar. El plazo ha comenzado a correr. Les dije: cuidado con Leviathan, pues nada hay en la tierra que se le asemeje". "Así parece ser", acotó Kelsen perplejo. "Amén", agregó Aquino, con la voz quebrada y los ojos rojos.

 

·         Hacia la Corte Suprema.

"Cinco días corridos y fatales” – les confirmó el tutor. Kelsen y Aquino se miraron con espanto. Aún no habían escrito una sola palabra de la apelación y ya habían perdido dos días del plazo para impugnar el fallo sólo superando la decepción. “Corridos y fatales” – repitió Hans y al hacerlo sintió como nunca que la vida se escapaba a toda velocidad sin pedir permisos ni disculpas. “Y encima fatales” – precisó Tomás. “¡Fatalidad! ¡Qué horrible palabra!”, continuó. “Sugiere algo desgraciado e infeliz”. Y con nostalgia recordó, por contraste, la alegría que sí le hacía sentir su profesor de derecho penal cuando disertaba sobre concursos de delitos y robos por sorpresa. ¡Qué belleza: concursos y sorpresas! Aquino imaginaba que ir a un juicio criminal sería algo parecido a participar en un bingo solidario. “Despierta, Tomás”, le dijo Hans. “Mira que el plazo sigue corriendo”. Por fin se concentraron. Leyeron, pensaron y escribieron. El tutor les dio el visto bueno el último día del vencimiento del plazo para apelar. Y entre la edición del texto y las formalidades del escrito los postulantes acabaron ingresando el recurso al portal digital del Poder Judicial a las 23.55 horas. “No está mal” -sentenció Tomás- “nos sobran aún cinco minutos y la noche es joven, ¿qué hacemos ahora, jurista?”. “Vamos a ver si encontramos un boliche abierto a esta hora. Déjame invitarte a la primera, única y última cerveza de toda tu vida, Tomás” -dijo Kelsen con ironía. “Se nota que no me conoces, Hans. Los más quietos podemos ser los peores”, replicó Aquino. “Y, sí, con gusto acepto tu oferta”. Apagaron el computador y salieron.

 

·         Audiencia.

“Puede alegar quien lo hace como recurrente”, dijo el presidente de la sala ofreciendo su sonrisa imparcial a prueba de moros y cristianos. Kelsen activó sus cinco sentidos igual que un gato. Aquino destapó su pluma y la probó apurado sobre su libreta de notas. El par de haitianos estaba sentado en medio del público observándolo todo sin comprender el sentido de esta liturgia. Parecían personajes sacados de un cuento de niños e implantados a la fuerza en las escenas finales de una novela criminal. Ignoraban que era de ellos la suerte que allí se jugaba. Entonces el tutor tomó la palabra. Contó una historia. Con su relato llevó a los ministros a recorrer las vidas de Annette y Jean Baptiste desde cuando salieron de Puerto Príncipe. Les abrió los ojos sobre los niños que allá quedaron, las habitaciones que aquí arrendaron y los trabajos que uno y otro aprendieron a ejercer movidos por la necesidad. A su turno Leviathan hizo lo propio. “Si a tales hechos, aplicamos tales reglas, pues éstas -y no otras- deben ser las consecuencias, Su Señoría”. ¡Eureka! El razonamiento estatal era preciso, sin margen de error, cerrado como un candado, ¡y pobre de quien osara salirse del margen de la legalidad vigente! Esa mañana la sala fue integrada por dos mujeres y tres hombres, cuatro con ministerios titulares y uno oficiando como abogado integrante. Terminada la vista de la causa las cifras duras sumaron así: cinco perspectivas judiciales; cien preguntas humanas; y muchas razones para acoger y rechazar al mismo tiempo la apelación.

 

·         Deliberación.

En privado y sin la presencia del relator comenzó la decisión del entuerto. En orden inverso a su antigüedad cada ministro fue dando su voto dejando al presidente para el final. Le tocaba empezar al abogado integrante (“¡No!, ¿por qué yo?”). Se sentía incómodo con el asunto y algo angustiado por decidir sobre una materia que ni siquiera formaba parte de la malla curricular de la escuela que dirigía como decano. Hubiera preferido lidiar con cuestiones conocidas (“Por favor, ¡un homicidio, un robo o una violación! O bien una de esas insufribles disputas entre fiscales y defensores sobre la licitud de la evidencia”). Kelsen y Aquino no sospechaban qué había en la mente de cada juez llamado a fallar esta apelación. El abogado integrante encontró un fuerte parecido entre Jean Baptiste y el conserje del edificio donde vivía. De pronto la cara del haitiano la vio de golpe en la del hombre que le pesó la fruta el sábado en la feria; en la de aquel auxiliar de aseo que ayer recogió la basura en el patio de la facultad; y en la de ese vendedor de agua mineral que recorría los vagones del metro durante el verano santiaguino. “Y entonces, colega, ¿qué nos dice?”, lo despabiló el presidente. “Ah, sí, discúlpenme. Eh, éste, digo que no, es decir, voto por rechazar la apelación. Y esto… ah… por cuanto… ah…” (“¡Vamos! Tengo que decir algo. Al menos una mera formalidad. El silencio no me sirve. Ni admitiendo mi ignorancia me libero de esta toga. No puedo permitirme quedar ante mis pares como un desinformado”). “¡Sí! Ya está, lo tengo”, pensó con alegría. “Presidente, voto por rechazar la apelación, pues el amparo no es la vía idónea para discutir estas materias”. Los demás lo miraron unos segundos, para él eternos. Había zafado. Los haitianos recibían un golpe duro. Otro más.

 

·         Decisiones

 “Una paila de tres huevos con champiñones y perejil, caballero. Y en vez del té, mejor un café con leche, por favor” – así Aquino cancelaba su primera y estoica orden de té y tostadas con mantequilla. Y es que apenas salieron de la audiencia sintió un apetito voraz. “¿Hambre y sed de justicia, Tomás?” – le preguntó Kelsen con ironía. “No, Hans. Hoy madrugué para llegar puntual a la Corte y tuve que sacrificar mi desayuno. Es todo.” El tutor irrumpió entre los dos aprovechando lo fecundo del instante. “Esa indecisión tuya, Tomás, sobre qué pedir para comer me hace pensar en el difícil oficio judicial”, dijo mirando el extenso menú del boliche. Afuera, la ciudad corría de prisa, agitada. Retomó la palabra: “Carnelutti lo enseñó con hermosura: cuando un juez entra en la soledad de su despacho portando en las manos el expediente que debe sentenciar es el momento cuando un simple mortal desafía los límites de su humanidad y se conduce como si fuese un dios”. Kelsen replicó: “¿Acaso está diciendo que la judicatura estatal es una pura ilusión, profesor?” – “No, Hans. Nada más saco a la luz lo que a veces pasamos por alto: la decisión judicial perfecta supondría un conocimiento total, pero tal omnisciencia no es una cualidad humana”, afirmó el tutor. Mientras tanto en la Corte Suprema la deliberación ministerial decantaba poco a poco. “Señor presidente, yo sí voto por acoger la apelación”. Lo dijo sin complejos y con total resolución. La voz de la ministra exorcizó el fantasma de pesadumbre que dejó su antecesor. “Extranjería razona bien, pero sólo dentro de un nicho de legalidad pequeño y concreto. Eso debe ser contrastado con el resto del ordenamiento jurídico”. Entonces, en cuestión de minutos, se paseó por ciertos imperativos constitucionales básicos y aludió a un par de tratados internacionales. “He dicho, señor presidente: voto por revocar la decisión administrativa por estimarla arbitraria en sentido fuerte”. Lo que nadie supo fue que la presencia de Annette esa mañana en la sala trajo a la memoria de esta ministra a la chica haitiana que ella misma contrató hace un par de meses para cuidar de su madre. A la anciana le habían detectado los primeros síntomas de mal de Alzheimer y le hacía muy bien recordar el francés que habló esos días cuando era joven, hermosa y viajaba por Europa.

 

·         Rechazo

"Señor presidente, voto por confirmar las órdenes de abandono dictadas contra los amparados". Fuerte y claro. Ella era conocida entre sus pares como una jueza drástica, a veces implacable. Una vez la prensa local llegó a calificarla de "máquina insobornable" queriendo resaltar su apego estricto a la letra de la ley. Sus más cercanos confidenciaron que dicha nota no le molestó. "Me refleja bien", dijo ella ante su círculo de confianza tras leer el reportaje. Entonces usó sus minutos para hilar con inteligencia una cadena de argumentos que lesionaban de forma letal la pretensión de cualquier extranjero de regularizar su residencia en Chile. Mientras de su boca salía un torrente inagotable de razones legales en su mente ella divagaba por un mar de preguntas que desde hace algunos años no lograba responder. Le irritaba observar la realidad sin comprenderla. "¿Por qué esta gente insiste en venir a un país tan distinto al suyo?, ¿para qué porfiar siendo adulto en el aprendizaje de un nuevo idioma que jamás se podrá hablar con normalidad?, ¿que no se dan cuenta estos migrantes que aquí se están riendo de ellos, cuando no explotándolos en condiciones que ningún chileno resistiría?". En tanto en el boliche de pocas cuadras a la redonda Kelsen y Aquino se levantaban de la mesa mientras el tutor pagaba la cuenta de lo consumido. "Esta vez la casa invita, juristas" - les dijo el profesor. "Sólo acuérdense de mí cuando lleguen a sus paraísos profesionales", agregó con gracia. Los tres se echaron a reír con libertad, sin saber que tras el aplastante voto de la segunda mujer que componía la sala penal la esperanza de Annette y Jean Baptiste sufría una herida profunda, mortal.

 

·         Pensar y sentir

“¿Puedo hacerle una pregunta personal, profesor?”, inquirió Kelsen a la salida del boliche. “Claro, adelante”, le respondió el tutor dejando la puerta abierta de la confianza. Su aprendiz se lanzó con todo. “¿Por qué alegó de la manera que lo hizo? Me explico: pensaba oírlo citar una sarta de normas, artículos e incisos y no sólo aquellas dos o tres menciones legales que usted hizo. Lo suyo fue distinto. Parecía de pronto más empeñado en contar una historia que otra cosa”. Dicho todo eso Kelsen guardó silencio con la sensación de haber molestado a su abogado jefe. “Hans, seré directo contigo. Son muy pocos –dijo con calma el tutor- los autores que recuerdo de mis años en la facultad. Poquísimos. Uno de ellos es Alf Ross. Siempre me impresionó la obviedad de una de sus ideas más revolucionarias: ‘los jueces son personas’. Y de ello Ross desprende con simpleza que dentro de cada juez hay una lucha entre dos conciencias: la del funcionario público sumiso al ordenamiento jurídico y la del ser humano que piensa y siente la sociedad, la política, la sexualidad y la religión igual que tú, que yo o que cualquier otro individuo que ahora respira y camina entre nosotros”. Aquino no quiso interrumpir el largo silencio que se produjo luego que el profesor se calló. De paso, en la sala penal de la Corte Suprema el cuarto magistrado ya llevaba unos minutos dando razón de su voto. “Señor presidente, concluyo con esto: vuelvo a constatar que Extranjería decide un asunto de forma discrecional usando ciertas categorías generales - "inutilidad e inconveniencia"- que carecen de antecedentes de respaldo en los hechos del caso concreto. No puedo sino votar para que se acoja la apelación y se revoquen las órdenes de abandono, de modo que los amparados se les permita regularizar su residencia en Chile. Es todo.” Y fue mucho decir para quien solía ser un hombre de pocas palabras, más acostumbrado a escuchar que a disertar. Era un magistrado quieto y de mirada serena. Vivió el exilio en los años de la dictadura. Allá, lejos, enviudó. Se casó por segunda vez con una mujer que no hablaba español. Regresó a Chile a comienzos de los noventa. Le dolió mucho cuando su hija menor le dijo con firmeza que no lo acompañaría de vuelta. La que una vez fue su niña pequeña era toda una mujer dispuesta a permanecer en la tierra donde había echado raíces. A la distancia le nacieron sus tres nietos, unos mocosos traviesos que hicieron del idioma de Cervantes su segunda lengua pese a los esfuerzos decididos de su madre por cultivarlo. “Batalla perdida. Los amigos de la calle fueron más fuertes”, explica riendo el magistrado en su rol de abuelo cuando los mira y escucha por el Skype.

 

·         Voto decisivo.

"Tomás, ¿qué prefieres: el sueño noble de la única respuesta judicial -siempre correcta- o la pesadilla de que en los tribunales cualquier mamarracho puede adquirir la dignidad de una sentencia firme?", le preguntó Hans de golpe a un desprevenido Aquino. "Haré uso a mi derecho a guardar silencio, Hans. Pero sí añadiré un poco más de gasolina a la hoguera intelectual que enciendes", le contestó Tomás demostrando que le seguía en su tren de pensamiento. "¿Recuerdas la esencia del realismo jurídico estadounidense?", interrogó Aquino como hablándole al aire. Y haciendo gala de su retórica él mismo se respondió:"¿Qué es a fin de cuentas el Derecho? Sólo aquello que hacen los jueces en los tribunales. ¿Y en qué consiste entonces el ejercicio de la abogacía? Pues sólo en tratar de adivinar qué harán los jueces a la hora de dictar sentencia". Kelsen no pudo evitar esbozar una sonrisa ante el histrionismo de su compañero quien otra vez lograba a punta de ingenio captar el corazón del dilema en juego. El uno y el otro ya entusiasmados en su conversación sobre el oficio judicial desconocían que en ese preciso instante el presidente de la sala penal se hallaba explicando la motivación de su voto. Era un magistrado impredecible. Equidistante entre el cielo y el infierno. En casos anteriores y similares a los de Annette y Jean Baptiste había votado por permitirles a los extranjeros regularizar sus residencias en Chile. Pero hoy no fue uno de esos días cuando le tocaba ser consecuente con sus razonamientos previos. Gustaba de decir que el efecto relativo de las sentencias equivalía a una enorme libertad para que los jueces fuesen fallando caso a caso sin jamás quedar atrapados con sus propios precedentes. Así que esa mañana usó esa libertad para rechazar la apelación. Sin más, señaló que la sentencia impugnada tenía motivos suficientes para ser tenida por válida no siendo necesario enmendarla de modo alguno. Se comisionó entonces a la "máquina insobornable" para que redactara el voto de mayoría. Los dos disidentes harían lo suyo. A las pocas horas el fallo se ingresó al sistema digital tribunalicio. Pasada la medianoche había dos personas despiertas esperando acceder a la página web. “Se confirma la sentencia apelada”, leyó Aquino desde su celular y quedó paralizado. Desde su hogar y frente al computador Kelsen hacía lo mismo. Leyó la parte resolutiva. “Se-con-fir-ma-la-senten-cia-a-pe-la-da” dijo pronunciando cada sílaba con lentitud. Golpeó la mesa con rabia. Y se mordió la lengua para no gritar a esa hora la maldición candente que subía con furia desde sus vísceras.

 

·         Idas y vueltas

"Annette, ¿usted está segura de lo que me está diciendo?", le preguntó el tutor algo perturbado luego de escucharla. "Sí, abogado. Ya estoy cansada. Así como voy nunca volveré a ver a mis hijos. Ellos me necesitan. Y yo los extraño mucho", le respondió ella sin prisa. Sí, su voz sonaba más apagada de lo normal. Había perdido esa risa grande y tan suya que sacaba a relucir sus dientes blancos escondidos tras esos gruesos labios de chocolate. Así fue como a los pocos días del fallo desfavorable Annette aceptó embarcarse en uno de aquellos vuelos oficiales que salen de Santiago hacia Puerto Príncipe llevando en su interior a quienes firmaron bajo juramento que no regresarán a este país hasta por lo menos pasados nueve años. "¿Fue esa una decisión libre, profesor?", era la cuestión que por varios días Kelsen y Aquino querían despejar conjurando un brebaje en algún boliche metropolitano. "No lo sé" - les dijo el tutor. "Y quizás nunca lo sepamos. ¿Cuán libre es la persona que en su vida sólo ha recibido golpe tras golpe?". "Y a propósito, Hans, ¿qué fue lo que al final decidió Jean Baptiste?", preguntó Tomás. "Decidió esperar. Le hice saber que si no se allanaba a cumplir la orden de abandono de forma voluntaria entonces dictarían en su contra un decreto de expulsión. Cuando supo que ese decreto era impugnable en sede judicial y administrativa sus ojos volvieron a brillar". "¿Optimismo ingenuo?", agregó Aquino con dudas. "No, Tomás", lo atajó en seco el profesor. "El hombre está curtido. Simplemente ha decidido permanecer aquí hasta quemar el último cartucho. Decisiones, muchachos. Son decisiones tan humanas como las que cada día toman los jueces en los tribunales. Eso es todo."


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