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Indecisión - Decisión

Indecisión

Eduviges irrumpió de golpe en la oficina de su jefe. “Don File, se lo digo en serio: ¡esas eran fotografías de niñitos piluchos!” – decía ella. Estaba perturbada. “Su cliente no me gusta nadita, oiga”. Le explicó de prisa que sin ser metiche se percató que el hombre que iba a ser atendido usó su tiempo de espera contemplando las imágenes que ahora ella condenaba. “Lo vi con mis propios ojos” – precisó llevándose las manos a sus gruesos anteojos. “Mire, soy su secretaria y sé que me tomo atribuciones que no me corresponden. Pero estoy segura de que ese sujeto es uno de esos sementales lascivos que relinchan por la mujer de su vecino” – se calló de golpe y bajó la mirada. Ya en voz baja remachó: “así lo leí en el libro del profeta Jeremías”. Era evangélica y sabía citar versos bíblicos con precisión matemática. “Eduviges, mejor hágalo pasar” – fue todo lo que respondió don Filemón. Ingresó entonces un caballero alto, elegante, perfumado y de ojos claros. Dejó su bastón a un lado y por exactos sesenta minutos disertó sin repetir una sola palabra sobre los países del mundo que había visitado, los cuatro idiomas que hablaba con fluidez, de su lucha contra el cáncer, de sus estudios dentro y fuera de Chile y de sus dos matrimonios, siete hijos y trece nietos. Para finalizar sentenció: “¿Sabe algo, señor abogado? Tengo mucha gente que me envidia y quisiera verme muerto”. Puso sobre el escritorio de don Filemón una copia de la carpeta de investigación fiscal. Lo formalizarían la semana próxima por abusos sexuales infantiles reiterados. “Lo busqué por recomendación de un profesor a quien usted ayudó años atrás. Esta misma tarde puedo transferirle el total de sus honorarios. Cuente con eso. No me falle, por favor”. Y al retirarse no sólo dejó impregnado el despacho con su fina colonia, sino que además a Eduviges echando fuego por la mirada y a don Filemón sin saber qué responderle. 

Decisión

“Eduviges, tenga a bien citar al cliente para mañana al mediodía” – le instruyó don Filemón a su secretaria. “Don File, míreme a los ojos” – replicó ella. Sin voltearse, y a punto de cruzar el umbral de la puerta de su oficina, su jefe se detuvo temiendo que se le vendría otro sermón de parte de su piadosa asistente. “Sí, dígame” – dijo él dándole la espalda. “Sólo quiero que sepa que estoy orando por usted al Señor. Le he pedido a mi Dios, tal como lo enseña el apóstol Santiago, que le conceda la sabiduría que sí necesita y que ahora no tiene”. Silencio glacial entre los dos. Y es que así era ella: le compartía su fe, le regalaba pancitos de vida y le dedicaba alabanzas en el YouTube. “Gracias, Eduviges” – le contestó el ateo de don Filemón y se encerró en su despacho. Al día siguiente y a la hora indicada llegó el más elegante de todos los imputados que este abogado había conocido. Hablaba el español con una gracia y un vocabulario tan superior al resto de sus defendidos (esos del “sale para afuera”, “hácelo así” y “pónete allí”) que don Filemón no se libraba del embrujo musical de sus explicaciones. Lo había citado de nuevo para verificar ciertas inconsistencias del relato y despejar entre verdad y mentira. Volvió a transcurrir otra agradable conversación. Don Filemón lo estaba disfrutando y se allanaba a tomar la defensa. En especial su vanidad de jurista se estaba hinchando sobremanera cuando el hombre lo colmó de los elogios de quienes le habían sugerido su nombre. “Y entre esos incluyo, por cierto, a nuestro amigo común, ¡don Onésimo Buenaventura!” – afirmó el cliente. Don Filemón se sobresaltó. “¿Cuándo estuvo con él?” – le preguntó el abogado. “La semana pasada, en su casa del campo”. Y a esto le siguió un largo discurso sobre la calidad humana del señor Buenaventura, de los temas que ambos trataron ese día, del vino bebido y hasta de las lágrimas compartidas cuando le había relatado la situación judicial que le tocaría enfrentar. “Suficiente, caballero” –espetó don Filemón directo a los ojos claros de su interlocutor. “Gracias por venir. Aquí tiene su carpeta. Retírese. Y, por favor, no me pregunte por qué”. Onésimo había muerto ocho meses atrás de un infarto al corazón.

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