Ir al contenido principal

Libros ("Uber Books")

 

Trabajo en Uber Books. Reparto libros a domicilio las veinticuatro horas del día en las cuarenta comunas del Gran Santiago. Mi moto está vieja, mas todavía funciona. ¿Accidentes? Sí, unos pocos. Pero nunca he dejado sin cumplir un encargo. Usted siempre recibirá su libro en buen estado y jamás se enterará por mi cara cuánto he sufrido por traérselo. Mi celular suena con frecuencia durante la madrugada. A veces pienso que las solicitudes de los libros son un pretexto que oculta algo mayor. Sospecho que mis clientes se sienten solos y buscan a quien los escuche. Apenas les entrego el libro y cobro su precio me preguntan si quiero saber por qué pidieron ese título o ese autor. Me invitan a pasar. Les presto mis oídos y los lectores se confiesan conmigo. Vea, usted. El lunes una señora me pidió un Código Procesal Penal para demostrar que su marido era inocente (“fíjese que el defensor estaba comprado por el fiscal”). El martes un ateo furioso me pidió una Biblia porque sentía que la muerte rondaba cerca suyo. El miércoles un pastor pentecostal me encargó una obra de Kant: “es que mi niño no para de hablar de este señor desde que ingresó a la universidad”. El jueves un chico gay me pidió que me quedara para leerle la Metamorfosis de Kafka: “yo sí entiendo a Gregorio Samsa”. El viernes un anarquista me pidió un ejemplar de la Constitución Política: “voy a subir un video mostrando cómo me limpio el poto con ella”. Desde hace ya varios sábados seguidos una viuda de más de ochenta años me pide que le lleve todo lo que encuentre del Marqués de Sade: “¿sabe, mijito? Esas páginas me encienden. No se ría, oiga. Ya me entenderá”. Y hoy domingo una niña que padece tetraplejia me agradeció con un beso en la frente la maratónica lectura de las Crónicas de Narnia. Cuando estaba por dormirse me dijo: “oye, tío, me gusta mucho ese León”.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último,...

Covid

"¿Es usted el escritor?", me pregunta, seco. "El aprendiz", le respondo y cuando lo veo molestarse debo pedirle que por favor no se vaya. "Dígame, ¿dónde y cuándo se le ocurrió contagiarse? ¿Acaso se creía el único ser inmune del planeta?", empieza dándome duro. "Mire, en verdad no sé qué contestarle", voy de vuelta. "¿Es usted ignorante o pajarón? No se me haga el ruso", me interroga como un policía. "Las dos cosas, pero aún así esta vez sí le digo la verdad". "Vamos -insiste él-, a este paso no terminaremos nunca. Y debo irme en cinco minutos. Apúrese. A ver, dígame, ¿qué pasó luego que le diagnosticaron lo que todo el mundo le había advertido que podía pasarle?". Silencio por tres segundos (al cuarto el individuo se para y se marcha). "Me hospitalizaron", afirmo. "Pero, ¿cómo? Sé que usted está fuera de su país, en una tierra donde es un perfecto analfabeto. ¿Qué hace, por ejemplo, para comunicarse ...