Heidegger lo espera fumando
el tercer cigarro. Con minutos de atraso y cara de disculpas llega Fermín, el
Fermín, como le llamaba el magistrado aquel con quien trabajó más de veinte
años como su actuario. Cuando lo observa de pies a cabeza -así como con frío y
asustado- el genio de Marburgo se pregunta en qué momento se le ocurrió venir a
Chile. En fin. La suerte ya está echada. Decide tragarse los prejuicios y
prestarle sus oídos a este auxiliar menor de la justicia. (El) Fermín terminó
la educación media siendo adulto en un programa de nivelación nocturna. “Se lo
juro, don Martín, lo que no está en el expediente no existe. Así no más es, por
duro que sea. Si no consta en una foja firmada por el magis es la nada
misma. ¿Me entiende, oiga? ¡Nada de nada!” – relata animado (el) Fermín. “Siga,
por favor. Me interesa” – le pide intrigado el alemán. “Y para colmo, mi
caballero, los abogados a veces llegaban a la casa del señor secretario del jujado
ya pasada la medianoche. Ni modo. Por más que le discutieran o le rogaran no
sacaban nada. El plazo fatal ganaba todas las batallas” – concluye el hombre
con sencillez. Al levantarse de la mesa Heidegger le estrecha la mano con
asombro. Mientras cruza el Atlántico de regreso a casa rememora el pensamiento
concreto del actuario: la foja del expediente como constancia del ser y la
fatalidad de los plazos como límites a la acción. Comienza a entender y acaba
por convencerse. Escribe y publica Sein und Zeit. En la copia dedicada
que llegó a la casa del actuario en Conchalí se leía: “Gracias, Fermín. Por
usted entiendo la entidad que soy y comprendo ahora el valor del tiempo.
Sinceramente suyo, M. H.”
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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