Estaba agotada. Éste fue un
viernes de furia. Ser una postulante en práctica durante el verano santiaguino
tiene su costo. Apenas se abrieron las puertas del metro buscó un rincón vacío
dentro del vagón. Lo encontró. Apoyó su espalda contra la puerta cerrada de la
cabina del conductor. Se deslizó hacia abajo entre suspiros y una queja. Echó
la cabeza hacia atrás, cerró sus ojos y apoyó sus palmas extendidas sobre el
suelo. Una voluminosa y distraída señora que calzaba un zapato de taco corto y
grueso aplastó el dedo meñique de la cansada señorita. Al diablo la paz
interior. Fue tal el dolor que sintió que en apenas un cuarto de segundo se
abrió delante de ella un paréntesis de tiempo. Fue transportada a la primera
instancia de un juicio civil para conseguir una indemnización millonaria por la
desgracia sufrida. “La elefanta esa me reventó mi dedo chico. (“Lo tarjado
vale, Señoría”). Quise decir que la dama en cuestión se condujo sin cuidado y
no se dio cuenta dónde puso su pie” – reclamaba ella como demandante.
“Objeción, Señoría. La mocosa se pasa de lista y me tiene por tonta. (“Lo
tarjado vale, Señoría”). Quiero decir que el relato es inverosímil y que la
actora deberá probar cada uno de sus dichos”- se leyó en la contestación. “Le
juro por mi abuelita que en paz descansa que me dolió caleta, Señoría”- dijo la
postulante en su réplica. “Soy inocente, Señoría. En mis años mozos fui
bailarina de ballet y sé muy bien cómo pisar y por dónde caminar”- concluyó la
demandada en su dúplica. Durante el término probatorio la actora aportó un
envase de parche curita callejero, el testimonio del haitiano que le vendió la
botella de agua mineral donde remojó su dedo y una copia simple de la selfie
que se tomó y subió al Instagram con la leyenda “¡cagada de dolor!”. Citación
para oír sentencia (¡uh, qué miedo!). Fallo (¡ay, qué emoción!). “Que por
haberse expuesto la demandante de forma temeraria al daño que alega, y sabido
que el espíritu de don Andrés Bello se ofende al ser invocado para insuflar
aliento de vida en medio de un valle de huesos secos, se rechaza la demanda y
se condena en costas a la actora por resultar del todo vencida y carecer de
motivos plausibles para litigar”. Despertó. “¿Le dolió mucho,
mijita?”- le preguntó la elefanta a la cachorra del derecho. “Ándate lejos,
vieja tal por cual”. (“Lo tarjado vale, Señoría”). “Quiero decir: no, señora.
La culpa ha sido mía”. Y tragándose el dolor acabó la jurista puesta en pie y
lavando la herida de su dedo con la saliva de su boca.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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