Pierdo un calcetín por
semana. Tengo un cajón lleno de parejas rotas a fuerza de lavados automáticos.
Ahí están: calcetines viudos que lloran esperando el día que vuelvan a unirse
con su par. Forman una extraña colección: los hay chilotes, futboleros, de seda
y también unos pocos soquetes. Oh, Sherlock, qué bien me haría conversar con
usted para abordar este delicado asunto. He aquí algunas cuestiones de hecho y
ciertas pistas: vivo solo desde cuando salí de la casa de mis padres. Así, en
soledad, cursé mis estudios universitarios y con el fruto de mi primer trabajo
compré esta lavadora y la instalé en este arcano rincón de mi departamento.
Entonces comenzaron los extraños sucesos que aquí denuncio. Hay quien me ha
dicho que busque explicaciones en el principio de selección natural predicado
por Darwin. ¡Pamplinas! Eso es no entender la magnitud del problema. Lo mío es
serio: estoy dando cuenta de un hallazgo revolucionario, de un auténtico cambio
de paradigma. Nunca más me tragaré esa falacia pseudo-científica de que la
materia no se crea ni se destruye sino que sólo se transforma. ¡Mentira! Mi
cólera crece. No está lejos el día cuando –calato y furioso- irrumpa yo en
plena sesión de la Real Academia de la Ciencias de Suecia gritando que, durante
los días de cuarentena vividos en la más estricta e inviolable privacidad, así
y todo, los calcetines siguieron extinguiéndose uno por uno sin que el vacío
que dejaron esas prendas de tela fuese ocupado por una nueva cuchara, una flor
o siquiera un mísero fósforo. ¿Es posible la aniquilación total del ser y su
conversión a la nada? ¡Sí, claro que sí! Lo afirmo, lo aseguro y lo prometo. Ni
la rica imaginación de Julio Verne logró anticipar la existencia de una máquina
salvaje como mi lavadora: una bestia electrónica capaz de absorber un modesto
calcetín y enviarlo hacia el centro de la tierra o, peor, a las profundidades
marinas donde navega el capitán Nemo al mando del temible Nautilus. No sé qué
hacer. Escribo estas notas frustrado y perplejo, pero consciente que no se trata
de un caso de sonambulismo ni tampoco de una sucesión desgraciada de hurtos o
robos con fuerza en las cosas. A falta de una respuesta irrefutable hoy me
limito, con dolor, a depositar dentro del féretro de calcetines sueltos el
flácido cuerpo de otra víctima.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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