Navidad llegó a ser para él sólo un día feriado con sabor a mito fundacional. Lo del feriado combinaba bien con su carácter juguetón de hombre niño (“eres un payaso”, le decían con frecuencia en la oficina). Y lo del mito fundacional lo escuchó hace años en la voz de un relator de fútbol (“¡filosofía profunda!”, pensó cuando lo oyó).
Vivía en guerra con Dios y los dioses. Pero hoy -en navidad- bajaba la guardia y se dejaba persuadir por la historia de una virgen pariendo sobre un cajón donde comían las bestias. “Y, bueno, en tiempos de pandemia, ¡de algo hay que aferrarse!”, le decía a ese ateo que llevaba dentro.
Esa mañana fue ordinaria, tan corriente como la de ayer y todas las de la semana pasada. La cuarentena lo estaba volviendo un ser predecible. Y así, en una cocina angosta, suelo yerto para cultivar el asombro y la maravilla, se dispuso a preparar un tazón de café con leche. Lo hizo. Lo bebió concentrado y con los ojos cerrados. Con cada sorbo se activaba su memoria: abajo en la tierra un pesebre y unos pastores de ovejas y arriba, en el cielo, unos ángeles cantores y una estrella sin brújula guiando la navegación de unos sabios orientales. “¡Basta!” – se dijo con firmeza. “Un segundo más y veré pasar un conejo blanco que viste chaqueta y usa reloj”.
Quebrada la ensoñación y exorcizado el espíritu de la Nochebuena que lo perturbaba desde cuando despertó, optó por una ducha. El jabón y el champú no sólo servían para llevarse al Covid-19 por el desagüe de la tina, sino que también para devolverle el sentido básico de la ubicación. Además, los rayos del sol y el calor matutino en esta parte del globo terráqueo hacían imposible pensar en trineos y copos de nieve.
Por razones sanitarias no podría viajar a saludar a sus padres. Y por las mismas razones ya no había novia en cuya piel acalorarse (“lo siento, cariño, admitámoslo de una vez: estamos aburridos y muertos en vida”, sentenció ella en su último mensaje de WhatsApp). Sin el amor incondicional de mamá y sin los labios que gustaba de besar, rondaba ese día dentro su jaula de cemento sintiéndose solitario y molesto. “Pero, por lo menos es feriado”, recordó para sí forzando una sonrisa.
Pensó en su plan para esta noche. Tenía que haber una manera de impedir que la soledad lo atormentara con su aguijón. Su voyerismo -aprendido a punta de necesidad en tiempos de confinamiento- le parecía irreverente frente a la mística del momento que le tocaría vivir. Se sentía vigilado por los adornos alusivos a Belén que sus vecinos colgaron en el exterior de la puerta de entrada a su departamento. “Aunque Dios no exista, no todo está permitido”, era su moral ante las encrucijadas existenciales.
Se animó a escribir, hablar y actuar. Optó por mensajes cortos: mails, frases de chat, algunos audios e, incluso, un par de videos. “Creerán que me voy a suicidar”, se rio al descubrirse enviando saludos cargados de cursilería a sus colegas y parentela. Pero se respetó a sí mismo y se abstuvo de traspasar el umbral: no hubo un sólo te quiero para nadie (“y el te amo no debe decirse jamás”). Y para su propia sorpresa el resultado fue notable: sus mensajes sacaron risas y remecieron emociones. Lo supo por las respuestas casi instantáneas que llegaban a su teléfono móvil.
A las ocho de la noche estaba de nuevo en su cocina. A falta de un torrente de imaginación terminó cociendo tres huevos y poniéndole mantequilla a unas rebanadas tostadas de pan de molde. Cero alcohol, pero sí un té negro y cargado. Miró el reloj en la pared: ocho con veintinueve. Se quedó quieto en su puesto y el silencio se hizo mortal. De fondo se oían ladridos de perros, risas de niños, carreras de autos, parlantes reggaetoneros y, muy a lo lejos, el goce frenético de una vecina gracias a las virtudes de su amante.
Estaba ahí. Sentado. A solas. Existiendo. Imaginando. Recordando.
“¡Vaya cerebro, Dios mío, éste que me diste!”, gritó para sus adentros.
Vinieron a su memoria las ausencias del padre en los días de su niñez junto con el instante preciso cuando se le cayó su primer diente. Del baúl de sus olvidos emergieron, perezosos, el cuaderno de matemáticas (“su hijo es un fracaso, señora”), su muñeco He-Man (“¡ya tengo el poder!”), el gol que se perdió estando solo frente al arco (“¡sáquelo, profe, sáquelo!”) y el aroma de la colonia de la chica que primero lo amó (“bueno, ya, pero sólo un besito en la mejilla”).
Y ahí está él. Ojos cerrados. Sudando. El reloj marca las nueve con cuarenta de la noche y él sigue, mientras el té yace frío al fondo de la taza, sentado en una butaca de cine mirando el proyector cruel e indiscreto de su pasado. “Retírese, señor: su respuesta es imprecisa”, retumba la voz del decano en una sala de facultad. “Hijo, su novia es hermosa, permítame felicitarlo”, declama la voz del padre un día de otro añejo verano. “Colega, su presentación ha sido brillante: el trabajo es suyo”, anuncia con alegría el que le comunicó su primer ascenso. “Lo siento, cariño, admitámoslo de una vez: estamos aburridos y muertos en vida”. ¡No, maldición! ¡Ella ahora no! ¡Esa herida todavía duele!
Pero mantiene los ojos cerrados. Lleva sus manos a la cabeza y se jala el cabello como arrancándoselo. En la pared el reloj aporta un dato duro: las once con trece minutos. Y él aún no regresa a su propia generación, a su aquí y a su ahora. La memoria ha decidido darle esta noche un regalo ingrato: volver a vivir lo olvidado.
“Dios ha muerto”, escribe una mañana un profesor en la pizarra.
Despierta asustado.
Tres minutos lo separan de la medianoche.
El nacimiento en la Palestina del siglo primero lo hace ponerse de pie. Camina hacia una ventana. La abre. Suspira. “Jesús, ¿existes?”
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