"¿Algo más, señor
defensor?" - le inquirió la jueza. Su voz denotaba hastío y cansancio. Por
fin había llegado a la última audiencia de la jornada. Comenzó en su mente a
planificar la tarde en libertad. Saldría del tribunal, sentiría el calor del
sol, caminaría unas pocas cuadras por la calle y se refrescaría bebiendo
una mineral sin gas. Luego subiría a su auto, encendería la música y dejaría
que el aire acondicionado le soplara en la cara con suavidad como susurrando su
nombre. Pero, los segundos pasaban y el defensor prolongaba su silencio. Ambos
se miraban con intensidad. Ella comenzó a darle de golpecitos a la mesa con su
lápiz Bic. Por debajo del estrado -donde no llegaban las miradas- sus pies
jugaban con sus zapatos quitándoselos, poniéndoselos e incluso, a veces,
haciéndolos girar con el dedo gordo. "Abogado, no tengo toda la mañana
para usted. Le he preguntado si pedirá algo más" - ella subió el tono y
mantuvo fija la mirada en el novato defensor. "Sí, Señoría" -
respondió él alzando un vaso de agua y llevándoselo a la boca con calma. Nuevos
y más intensos silencios cruzaron la sala. "¿Y bien?" - lo interrogó
la magistrado devorándolo con la mirada, queriendo ya triturarlo con sus largas
pestañas. - "No sé, Señoría, si acaso usted tendrá competencia para
satisfacer mi pretensión" - . Silencio en el aire y rubor en las pálidas
mejillas del joven abogado. -"¡Lo exhorto, pues, a que lo diga de una
vez!" - y tras decirlo sintió al instante la vergüenza de quien se percata
perdiendo los estribos. Él se aclaró la voz, se acercó al micrófono y se le oyó
decir: "justicia".
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Rossana
ResponderBorrarMuy creativo !