Recuerdo cuando entró a mi oficina. Inolvidable: jeans, camisa vaquera y guitarra al hombro. Venía directo a renunciar a los estudios. “Profe, tengo ganas de fugarme para siempre, pero sin daños a terceros”, fue su manera de comenzar. “Richard, ¿está seguro de abandonar su pretensión de ser abogado?”, le pregunté. “Los abogados saben poco de amor, maestro”, contestó. Callé. Él siguió: “Un animal nocturno como yo, o más bien, lo poco que queda de mí, puede ser feliz viviendo en un departamento en mora y conduciendo un Volkswagen del año 68”. Quedé absorto ante su declaración de principios. “Señor Arzola, en caso alguno aspiro a suprimir su libertad. Sólo quiero asegurarme de que la suya es una decisión pensada y no un arrebato juvenil”, repliqué. “¿Me permite tocarle un tema?”, me interrogó y sin esperar mi aprobación comenzó a entonar su voz y afinar las seis cuerdas. “Sí, cómo no. Adelante”, afirmé sobre hechos consumados. Carraspeó un poco y en mi cara cantó: “El problema no es el texto; el problema es que no entiendo. El problema no es el profe; el problema es que me duermo. El problema no es la Escuela; el problema es la carrera. El problema no es que copie; el problema es que repruebo”. No dijo más. Me agradeció la atención dispensada y se largó. El tiempo siguió corriendo. Hoy recibí un correo suyo. Me cuenta que se empeña por ponerle vida a sus años, que vive en un sucucho sin jardín, pero que, aun así -y gracias a su fe-, ya compró una podadora.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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