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Testimonio

Sin libretos ni pautas, sólo con su memoria y su voz, el viejo le habla a esa grabadora que su nieto instala sobre la mesa de la cocina cada tarde desde cuando comenzó su cuarentena forzada. Fue la idea de su hijo menor. “No te calles, papá. Cuenta tus historias”, le dijo una mañana el último de sus reflejos. Aceptó. Al instante tenía al pecoso de su nieto enseñándole como dirigirse a un dispositivo electrónico. “Quedará bonito, tata. Lo voy a enchular con imágenes y un poco de música”, le aseguró el mocoso. El abuelo se entusiasmó con tamaño patrocinador. Dicho y hecho. El hombre empezó a recorrer las galerías de recuerdos acumuladas en los surcos de su cerebro. Entre los archivos de su mente encontró un pantalón corto y un par de suspensores. Regresó a la escuela donde una atractiva y paciente maestra se esmeró por enseñarle a leer. Volvió a beber leche de vaca y degustar huevos de campo. Luego vino el cemento, la luz eléctrica, el tráfico automotriz, la ciudad. Se reencontró habitando el departamento de su adolescencia y corriendo por los pasillos del liceo de su secundaria. Tuvo que admitir que ese cuaderno con versos melosos y rima defectuosa era suyo: un sincero pero malogrado intento por expresar el placer que sentía mirando a esa compañera de curso cuyos pechos se abultaban mes a mes. Se halló de pronto en una sala de su facultad. Fue guerrillero, soñador, poeta, borracho, volado y, luego, un arrepentido dispuesto a recuperar el tiempo perdido. Se encontró extraviado dentro del laberinto de su mujer, aprendiendo con ella los sonidos del amor. Viajó, leyó, pensó. Rio en las salas de parto y lloró en varios cementerios. “Bien, papá. Vas como avión”, lo alentó su hijo al escuchar los primeros audios. “¡Güena, tata! ¡Puro talento mi abuelo!”, celebró el nieto luego de subir al YouTube los videos editados. Y así, día a día, por bloques de veinte a treinta minutos, se oye en la red una voz gastada que acaricia a sus oyentes.

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