Ir al contenido principal

Abulia

Sentado en una banqueta, al borde de un mirador, reposa el poeta. Se queja de la ingratitud de las musas. Nada le inspira a escribir. El sol brilla sobre su cabeza y su piel siente el calor. Abajo, a sus pies, decenas de hormigas recorren el suelo de tierra, apuradas, concentradas, ¡sin tiempo que perder! A su alrededor la fragancia de flores amarillas, lilas, rojas y rosadas le recuerdan que se halla en un jardín cultivado con inteligencia. Por instantes el viento lo despeina e insiste en voltearle las hojas de su cuaderno que aún permanecen en blanco. Frente a sí, el mar. Millones de litros de agua salada se muestran quietas y se confunden con el color del cielo en la línea del horizonte. Arriba vuelan gaviotas y también otras aves negras de largas alas que terminan en puntas blancas. Pero este mediodía la mente del escritor está bloqueada, su imaginación paralizada. ¿Serán los efectos del virus y el confinamiento? “En una habitación reducida también se achican las ideas”, advirtió Dostoyevski. Parece ser cierto. Esa mascarilla, que le cubre la mitad del rostro, acabó por enmudecer la palabra. ¿Y sus dedos? ¡Tallarines lánguidos sin fuerza para resistir el peso del lápiz! Tanto alcohol gel ha debilitado los músculos de ese ejército disparejo compuesto por un meñique, un flacuchento, un gordo y dos gemelos. Mientras tanto el globo terráqueo danza sobre su eje y se traslada veloz por la galaxia formando una órbita elíptica. En el África están pariendo jirafas, leonas, cebras e hipopótamas. Andrómeda, juguetona, mezcla en su cocina material interestelar, nebulosas planetarias y remanentes de supernova. Mas en su metro cuadrado el vate observa su reloj. Es hora de regresar a su departamento. Cierra su cuaderno, tapa su lapicera y se levanta frustrado. A su paso, se cruza con tres niños que ríen traviesos y por el rabillo del ojo percibe a un par de zorzales que hacen de las suyas dentro un arbusto florecido. “No tengo razones para escribir”, sentencia él, ingresando al ascensor del edificio. “¡Ninguna!”


Comentarios

  1. Poético de principio a fin... Bonita descripción, me sentía en el paraje descrito...

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó