Se conocieron en el patio del colegio. Un intercambio de
meriendas en un recreo marcó el inicio de su amistad. A la salida de clases
descubrieron que caminaban en la misma dirección. Juntos enfrentaron ese día el
peligro de vérselas con una jauría. Salieron vivos. Luego vinieron los cumpleaños
y las invitaciones de fin de semana. Entrando a la pubertad se distanciaron.
Cambios de colegio y de barrio equivalían en los tiempos sin internet ni
telefonía móvil a cambios de continentes y husos horarios. De forma casual se
encontraron un día en la calle. Se reconocieron con apenas mirarse. En un papel
intercambiaron sus números de teléfono y supieron que cursaban la misma carrera
en distintas universidades. Pasaron los años. En una librería él leyó el nombre
de ella en la portada de un libro muy aclamado. Lo compró, lo devoró, fue
feliz. Dos décadas después ella ingresó de incógnito a escuchar una conferencia
de boca de quien fue su primer mejor amigo. Le pareció magistral, lo aplaudió
de pie y salió del salón sin ser vista por el expositor. Quince años después coincidieron
en la cafetería de un aeropuerto. Ella llegaba y él se iba. La una divorciada y
el otro viudo renovaron sus números de teléfono y se dijeron que el libro y la
conferencia habían sido para ambos sendos placeres, verdaderas trufas de
chocolate. Esta tarde de otoño cuando él celebra sus primeros 68 años de vida,
ella ha sido su única invitada. Bebieron vino, oyeron boleros y cuando se hacía
tarde él la acompañó unas cuadras para que ella tomara un taxi. Estando bajo la
luz de un farol sufrieron el acoso de varios perros rabiosos. Otra
vez salieron vivos. Fue tanta la alegría que el abrazo se transformó en un beso.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Lindo lindo!
ResponderBorrarUna historia de todo mi gusto, amistad, romance, intelecto... Bella... Un gran aplauso!!!!!!
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