Ir al contenido principal

Coyote

Jamás han logrado detenerlo. Cruza la frontera internacional casi a diario y se ha ganado la fama de hacer bien su trabajo. Es joven, pero se ha vuelto experto en el oficio de su padre. Cobra caro, sin rebajas ni descuentos. Ofrece un servicio seguro. Son tantos sus éxitos que acaba riéndose de fiscales y policías. Es astuto y prudente: conoce los lugares y horarios sin vigilancia. Cientos lo han contratado. El último tiempo ha jalado a varias mujeres solas. Las encuentra en el punto acordado, les recibe el dinero pactado y comienza a caminar con ellas. Su lealtad es mínima, alcanza sólo para advertirles cómo reaccionar si los descubren. Venezolanas, colombianas y dominicanas. A veces una cubana. Y cada vez menos, peruanas o bolivianas. Él las enumera. Ellas son cifras, clientes, expendedoras de billetes. Pero esta noche el coyote siente algo distinto al contemplar el cuerpo y la cara de la mujer que ha ido a buscarlo. Ella le ha pagado al contado y depositado en él su confianza. Al estilo de Abraham obedeciendo al Dios del Génesis - “sal de tu tierra, deja tu familia y vete al lugar que te voy a mostrar”- esta extranjera seguirá a su pasador por donde él decida llevarla. El sujeto no tiene escrúpulos y no distingue entre vicio y virtud: sólo sabe ganar. Y esta noche la inmigrante lo sigue con fe radical. ¿Por qué no darse un gusto con ella? ¿Quién vendrá en su auxilio? Lo piensa, se decide, lo hace. Detiene la marcha, se vuelve hacia ella y le exige que satisfaga su antojo animal. Ella se resiste, pero él acaba venciendo. Hay cosas que a la luna del desierto le duele alumbrar. En eso son detectados por luces de linternas de largo alcance. Suena una sirena militar y las ruedas de un todoterreno se oyen cercanas. Con rapidez él se levanta del suelo y echa a correr. Zafará otra vez. Cuando llega la ley, su fiel seguidora, aturdida, yace bocarriba. Una lágrima le causa ardor en su mejilla arañada. Tirita de frío y mira las estrellas. Inmovilizada como está se pregunta cuánto le falta para estar en casa.  

Comentarios

  1. Una historia horrorosa bellamente escrita.

    ResponderBorrar
  2. "... Hay cosas que a la luna del desierto le duele alumbrar" que bella y conmovedora frase...
    Muy doloroso y sensible relato. Delicada pluma.

    ResponderBorrar
  3. Maravilloso como relato.. Terrible como realidad..

    ResponderBorrar
  4. Así como nos haces reír en pocas líneas, también nos llevas al horror. Bien hecho, Franz.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó