Jamás han logrado detenerlo.
Cruza la frontera internacional casi a diario y se ha ganado la fama de hacer
bien su trabajo. Es joven, pero se ha vuelto experto en el oficio de su padre.
Cobra caro, sin rebajas ni descuentos. Ofrece un servicio seguro. Son tantos
sus éxitos que acaba riéndose de fiscales y policías. Es astuto y
prudente: conoce los lugares y horarios sin vigilancia. Cientos lo han contratado. El último tiempo ha jalado a varias mujeres
solas. Las encuentra en el punto acordado, les recibe el dinero pactado y
comienza a caminar con ellas. Su lealtad es mínima, alcanza sólo para advertirles
cómo reaccionar si los descubren. Venezolanas, colombianas y dominicanas. A veces
una cubana. Y cada vez menos, peruanas o bolivianas. Él las enumera. Ellas son
cifras, clientes, expendedoras de billetes. Pero esta noche el coyote siente
algo distinto al contemplar el cuerpo y la cara de la mujer que ha ido a buscarlo.
Ella le ha pagado al contado y depositado en él su confianza. Al estilo de
Abraham obedeciendo al Dios del Génesis - “sal de tu tierra, deja tu familia y
vete al lugar que te voy a mostrar”- esta extranjera seguirá a su pasador por donde
él decida llevarla. El sujeto no tiene escrúpulos y no distingue entre vicio y
virtud: sólo sabe ganar. Y esta noche la inmigrante lo sigue con fe radical. ¿Por
qué no darse un gusto con ella? ¿Quién vendrá en su auxilio? Lo piensa, se decide,
lo hace. Detiene la marcha, se vuelve hacia ella y le exige que satisfaga su antojo
animal. Ella se resiste, pero él acaba venciendo. Hay cosas que a la luna del desierto
le duele alumbrar. En eso son detectados por luces de linternas de largo alcance.
Suena una sirena militar y las ruedas de un todoterreno se oyen cercanas. Con
rapidez él se levanta del suelo y echa a correr. Zafará otra vez. Cuando llega
la ley, su fiel seguidora, aturdida, yace bocarriba. Una lágrima le causa ardor
en su mejilla arañada. Tirita de frío y mira las estrellas. Inmovilizada como
está se pregunta cuánto le falta para estar en casa.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Hermosamente desgarrador!
ResponderBorrarUna historia horrorosa bellamente escrita.
ResponderBorrar"... Hay cosas que a la luna del desierto le duele alumbrar" que bella y conmovedora frase...
ResponderBorrarMuy doloroso y sensible relato. Delicada pluma.
Maravilloso como relato.. Terrible como realidad..
ResponderBorrarAsí como nos haces reír en pocas líneas, también nos llevas al horror. Bien hecho, Franz.
ResponderBorrarDesgarrador
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