Lo llaman Cucho. Su nombre
real es un misterio. ¿Quizás Agustín? Es de pocos amigos. Y cada vez son menos.
El Hediondo murió atropellado la noche de año nuevo; el Payaso desapareció cuando
lo corretearon los municipales en respuesta a la delación de una vecina; y el
Gasparín, el más débil del grupo, amaneció congelado una mañana del último invierno.
Cucho es un sobreviviente. Si el poeta Vallejo lo viera vagando por la calle
sabría que él encarna ese verso sobre los golpes del odio de Dios, golpes que “abren zanjas oscuras
en el
rostro más fiero y en el lomo más fuerte”. Nadie ha pronunciado su
nombre con cariño. Las caricias a su haber en total suman cero. Pero desde la
navidad las cosas parecen estar cambiando un poco. Una chica del barrio detectó
su presencia desde lo alto de un edificio. Ella bajó llevándole un poco de
comida. Cucho se mostró arisco y por sagacidad retrocedió unos pasos. Cuando
ella se fue, él probó con timidez el bocado de carne. Le gustó. La joven ha
regresado dos o tres veces más a encontrarse con él. Los dos forman una extraña
pareja: ella es linda, pinta sus uñas con diferentes colores y viste con estilo
de acuerdo a la ocasión. ¿Y él? Él es un don nadie, apenas un hijo del rigor.
Mas la mujer es decidida: lo llevará a su casa. Mientras él come otra nueva porción
de un guiso caliente, ella lo abraza. Cucho se deja seducir por el calor de esa
piel femenina. En cuestión de minutos se hallará en un paraíso: un plato de
leche, una colcha de lana y un baño de arena con puerta giratoria.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Jaja, qué gracioso :)
ResponderBorrarMe gusto! Jejeje
ResponderBorrarUn milagro de navidad.... Se le cumplieron todos sus sueños...
ResponderBorrarMe emocionó Franz. Está muy, pero muy, lindo...
Grande don Franz!!
ResponderBorrarMaravilloso
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