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Cucho

Lo llaman Cucho. Su nombre real es un misterio. ¿Quizás Agustín? Es de pocos amigos. Y cada vez son menos. El Hediondo murió atropellado la noche de año nuevo; el Payaso desapareció cuando lo corretearon los municipales en respuesta a la delación de una vecina; y el Gasparín, el más débil del grupo, amaneció congelado una mañana del último invierno. Cucho es un sobreviviente. Si el poeta Vallejo lo viera vagando por la calle sabría que él encarna ese verso sobre los golpes del odio de Dios, golpes que “abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”. Nadie ha pronunciado su nombre con cariño. Las caricias a su haber en total suman cero. Pero desde la navidad las cosas parecen estar cambiando un poco. Una chica del barrio detectó su presencia desde lo alto de un edificio. Ella bajó llevándole un poco de comida. Cucho se mostró arisco y por sagacidad retrocedió unos pasos. Cuando ella se fue, él probó con timidez el bocado de carne. Le gustó. La joven ha regresado dos o tres veces más a encontrarse con él. Los dos forman una extraña pareja: ella es linda, pinta sus uñas con diferentes colores y viste con estilo de acuerdo a la ocasión. ¿Y él? Él es un don nadie, apenas un hijo del rigor. Mas la mujer es decidida: lo llevará a su casa. Mientras él come otra nueva porción de un guiso caliente, ella lo abraza. Cucho se deja seducir por el calor de esa piel femenina. En cuestión de minutos se hallará en un paraíso: un plato de leche, una colcha de lana y un baño de arena con puerta giratoria.

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