El entrevistador me pide que
me describa en un minuto. Me dice que la comisión evaluadora conoce mis
antecedentes curriculares y no tengo que repetir lo que todos han leído. Mientras pienso una respuesta observo a este sujeto: exitoso, sonriente,
seguro de sí mismo. Lo encuentro parecido al tigre musculoso -de espalda ancha
y cintura angosta- de los envases de cereales para el desayuno. Recuerdo a mi
mamá: “hijo, la leche y su plato ya están en la mesa”. “Que le diga algo mío que no
conste por escrito, ¿verdad?”, le pregunto con voz de quien se sabe perdido de
entrada. “¡Exacto!”, contesta el tigre triunfador. “Dispones de 60 segundos
para convencernos que eres la persona idónea para el cargo, que tu presencia en
nuestra empresa será un valor agregado y así seguiremos siendo los líderes del
mercado”, acota con entusiasmo y demuestra el
excelente estado de su dentadura. Me atraganto. Nunca estudié latín y pronunciar
la palabra currículum me enreda la lengua. ¿Cuánta sinceridad me sirve y
cuánta me hunde? Puedo dar cuenta de mis fracasos morales y mis vicios ocultos.
Recuerdo a mi profesora de escuelita dominical: “¡sólo la verdad nos hace
libres!”, decía con tanta gracia y belleza (¡y nunca me atreví a confesarle que
estaba tan enamorado de ella como del Dios que me enseñaba!) ¿Servirá admitir
que copié en los exámenes de la carrera y jamás me descubrieron? Eso denota habilidad. Si fuese de mal gusto puedo contarle sobre los talleres de poesía que he cursado.
No, mejor no: nunca me atrevería a leer en voz alta lo que escribo en la
soledad de mi conciencia. ¿Será que este head hunter está capacitado
para oír la verdad? Podría decirle: “mire, caballero, tengo una familia que
alimentar y esta pega me serviría para ganarme las lucas suficientes y así parar
la olla”. Sí, se lo diré. Estoy por abrir la boca, pero me freno. Sospecho que milord
sólo conoce el hambre por la definición del diccionario. Me encomiendo al cielo,
aprieto los puños y digo dos o tres generalidades. Puro buenismo. Acepto las
reglas del juego y me muevo dentro del espacio permitido. Me muestro prudente
como serpiente e inofensivo como paloma. Listo. Se acabó. Salgo de la oficina y
me refugio en un banco de la plaza. A las seis de la tarde recibo un correo
electrónico: “Gracias por su genuino interés demostrado para trabajar con nosotros.
Por el momento no contamos con un cupo acorde a sus muchas habilidades. Le
invitamos a seguir visitando nuestra página web. ¡Ánimo, hay un gran potencial
dentro suyo!”
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Tan real...
ResponderBorrarEl dilema de seguir lo que se supone son los valores irrenunciables enseñados en nuestra primera educación, donde la "sinceridad" era un bastión, a la cruda realidad de la adultez donde comprendimos que el cinismo y el que pensaran los demás de uno prevalece a la sinceridad.
ResponderBorrarMe gusta el texto en primera persona.
De acuerdo con Denis , un texto muy real
ResponderBorrarBuenazo
ResponderBorrarQué momento tan duro en la vida! Es tan desagradable tratar de venderse a uno mismo cuando la necesidad emocional es tan grande. Me gusta el devaneo que sufre, pues nuestros pensamientos nos llevan a muchas partes, sin saber cómo. Y genial que sea en primera persona. Solo agregaría que en la plaza el sujeto "alimentaba despreocupadas palomas".
ResponderBorrar