Los días de
la semana se reunieron para saber cómo los trataba la vida. Lunes abrió los
fuegos comentando que se sentía humillado. Era insultado desde el amanecer.
Oficinistas, colegiales y universitarios lo maldecían por existir. Martes
lamentó la desgraciada asociación que le imputaron alguna vez con el número 13.
La gente le temía, lo evitaba, nadie lo disfrutaba y, encima, contaba a su
haber con el inicio de la primera guerra mundial (¡martes!), el golpe del ‘73
en Chile (¡martes) y el ataque a las Torres Gemelas (¡martes!). Miércoles se
quejó de ser ignorado, de no tener una identidad propia. Sólo servía para
consolar a los cansados (¡ánimo: han recorrido la mitad del suplicio laboral!)
o, a lo más, para excitar los espíritus de los amantes de la libertad (¡vamos, resistan,
quedan 72 horas!). Jueves se sentía culpable y vivía con ganas de pedir perdón.
En su agenda se registraban la gran depresión económica de 1929 (¡jueves
negro!), el atentado a la estación del metro en Atocha y, para colmo, cualquier mes del año
que comience en jueves llevará de contrabando un martes 13. Viernes pudo haber
sido el que tuviera mejores noticias que compartir (algo de besos, poemas o
romances), pero, salvo el respeto prodigado por los musulmanes, sus noches eran
locura y desenfreno: los partes policiales lo coronaron como el gran día de los
accidentes de tránsito. Sábado, contando apenas con el deleite incondicional del
antiguo Israel, abrió el corazón y dijo que estaba harto de los falsos
deportistas que únicamente se motivaban a montar una bicicleta, trotar un par
de cuadras o jugar una pichanga de fútbol durante las escasas horas de su
mañana. Domingo, esperado en su llegada sólo por las iglesias cristianas,
remachó esta catarsis afirmando que la promesa del reposo había degenerado en un
culto al shopping y, para empeorar las cosas, cuando comenzaba su atardecer la
gente agonizaba sintiendo la presencia del lunes asechándoles a la vuelta del
reloj. Así, puestos de acuerdo, los siete días redactaron su renuncia en
presencia del Fabricante del tiempo. Éste, siempre compasivo, los escuchó.
Acogiendo sus ruegos los embotelló dentro de un agujero negro y los expulsó del
universo conocido. Desde entonces los calendarios lucen los nombres de cada día
en combinación arbitraria con números del 1 al 31 sin transmitir un ápice de su
esencia. Parecen obituarios: nos recuerdan a diario a los que ya no están más.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
O sea, por lo menos una semana en pandemia es así de desmotivante. Esta bueno, reflexivo y gracioso. Para mi gusto el viernes sigue siento el único benevolente :)
ResponderBorrarNo anticipé que renunciaran! Qué triste reflejo de una sociedad quejumbrosa que no vive el presente y anhela el futuro, para solo quejarse de él cuando llega.
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