Ir al contenido principal

Gladiador

Gladiador luce con orgullo sus 14 centímetros de extensión. Para los de su raza, schnauzer miniatura, es considerado un espécimen más pequeño de lo normal. Pero para doña Eduviges Cuernavaca, su feliz dueña desde hace tres años, él satisface sus anhelos de compañía mucho mejor que varias de sus amigas parlanchinas y aburridas. Lo adoptó a la semana de haber quedado viuda. Ella sufrió esa partida. Y mucho. Pero la soledad ha sido apaleada por la vitalidad que este bigotudo compañero trajo al hogar. Durante los encierros forzados del año 2020 la intimidad entre los dos se estrechó al máximo. Gladiador la despierta con sus lamidos, la acalora en sus noches de frío y la hace sentir segura entre tanto bandido que anda suelto. Esta tarde, de nuevo, han salido juntos a pasear. El aire está fresco y no se dan cuenta cuando ya se han alejado demasiado del departamento como para regresar con sus propias piernas y patas. Entonces deciden tomar un autobús. Ella, como lo hace en estos casos, pone a Gladiador dentro una mochila acondicionada para viajes largos. Se ubican al fondo de la máquina, justo en esa esquina donde la ventana les permitirá contemplar el paisaje urbano. Casi al instante un sujeto joven y fuerte va directo a sentarse al lado de la dama. En cuestión de segundos y aprovechando la soledad del momento, el hombre extrae de sus ropas un puñal, lo exhibe a la señora Cuernavaca y le clava la punta sobre su pierna derecha como demostración de poder. Con voz gutural la insulta y le ordena que le entregue todo lo que porta si acaso quiere salvar con vida. Ella se pone tensa y su corazón late con locura. Gladiador intuye el peligro y logra zafarse del cierre de esa mochila que lo transporta y contiene. El hombre se sorprende pues no había detectado la presencia del animal. No alcanza a reaccionar cuando tiene a Gladiador colgado de su meñique izquierdo. Los dientes del perro se clavan en ese trozo de carne humana. La mano del joven se abre por el dolor. El cuchillo cae al suelo y se arrastra lejos por el pasillo ahora que la máquina del Transantiago ha frenado de golpe. El asaltante va por su arma y doña Eduviges aprovecha la parada para escapar por la puerta trasera. Apenas baja del bus se refugia en un quiosco de diarios y revistas. Se aterra al saber que su diminuto amigo sigue a bordo de ese bus que ahora se aleja hasta la próxima parada. Su vista cansada todavía le alcanza para ver cómo a mitad del recorrido, desde una ventanilla del transporte público, una mano emerge con fuerza y expulsa a Gladiador como si fuera un proyectil. Ella apura sus pasos para llegar hasta él. El schnauzer ha ido a estrellarse contra un muro de cemento donde rebota y cae al suelo. Su dueña lo recoge con cuidado. De los ojos de la dama caen lágrimas de gratitud que se hunden en las barbas de su héroe. Gladiador la mira y lame sus manos. Por última vez.

Comentarios

  1. Que triste. Justo cuando ando más sensible... Que penita más grande el final de Gladiador... Muy emotivo cuento, cumple el objetivo...

    ResponderBorrar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderBorrar
  3. ¡Recorcholis! Es un muy buen cuento pero con un final muy triste.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó