“¿Lo saben tus padres?”, le preguntó
él desde el otro lado del teléfono. “No, tú eres el primero a quien se lo digo.
Sé que no lo esperabas. Yo tampoco. Pero, sí, es verdad. Me hice el test y
además los síntomas son claros”, le respondió por aquí una chica que hace poco
dejó la adolescencia. “Comprendo. Hablamos más tarde”, fue todo lo que le dijo
ese hombre de barba y voz ronca de quien ella creía estar enamorada. Él no pudo
seguir trabajando en su taller el resto de la jornada. La noticia lo sorprendió.
En el fondo estaba dolido: sabía con seguridad que él no había engendrado a esa
criatura. Sin quitarse el overol ni la grasa de las manos, dejó de lado sus
herramientas y prefirió salir a la calle. Necesitaba tomar aire y un poco de
sol para combatir el frío que comenzaba a recorrer su cuerpo. Luego de caminar
varias cuadras se detuvo y verbalizó lo que había estado rumiando en secreto:
aborto (“tendrá que haber alguna causal, nomás”). Por la noche se acostó, pero
tardó mucho en quedarse dormido. Mas, contrario a sus temores, su sueño fue
plácido y se encontró amando a su chica: ella seguía siendo la mujer que lo encendía
y ese niño, bueno, ese niño venía a ser un simpático imitador suyo que cuando
aprendía a hablar y caminar les sacaba -a él y a muchos- risas de sanidad y liberación. Cuando despertó,
desechó el sueño en la basura del recuerdo y puso a funcionar el cerebro con frialdad: lo
mejor sería separarse y hacerlo piola. No tenía sentido seguir unidos por una
mentira. Además, ella se estaba notando dispuesta a soportar que el embrión le
bailara en el vientre. Y fue así: a la semana cortaron relaciones. Silencio
glacial. Sin llamadas, ni un mail y cero WhatsApp. Un día, de la nada, ella lo
llamó con voz de angustia: “Disculpa. No quería molestarte. Pero estoy sola. He comenzado
los trabajos de parto. Me siento mal. Ven, por favor. ¡Ven a-h-o-r-a!”. Fue
todo. Ella misma cortó la llamada. No supo cómo, pero de pronto él se dio
cuenta que pedaleaba su bicicleta a toda velocidad para llegar a la casa de esa
tan extraña futura mamá. Y llegó. Ella lo esperaba en el jardín con la panza
lista para reventar. Juntos caminaron dos cuadras hasta la avenida principal.
Estaban seguros de que allí podrían tomar un taxi que los trasladara al
hospital. El único que se detuvo (en rigor, el único taxista que los quiso
llevar) fue un haitiano dispuesto a practicar su español con el primero que le
tuviera paciencia. A los tres minutos ella comenzó a gritar de dolor. “¡Ya viene,
ya viene!”, exclamaba con lágrimas. El tránsito avanzaba lento. El haitiano
consultaba en su teléfono móvil la ruta más corta hacia el centro asistencial
más cercano, pero no lograría llegar antes de 25 minutos. “¡Está que sale! ¡Lo
siento aquí mismo!”, gemía la chica mientras trataba de acomodarse abriendo las
piernas en el asiento trasero. El chofer decidió salirse de la ruta sin que nadie
se lo pidiera. Vio una plazoleta con árboles grandes que daban buena sombra y
fue directo a buscar esa frescura urbana. Detuvo el motor, empapó sus manos con
alcohol gel, se reacomodó su mascarilla KN95 y se bajó del vehículo. “Señola,
usté, pol favol, tlanquila. En Puelto Plíncipe yo tlabajé como enfelmelo en un
hospital. Confíe en mí”, dice el haitiano ante una mujer adolorida y un hombre
que sólo atina a marcar con furia los números de emergencia para ver si logra
conseguir una ambulancia, un carro de bomberos o una patrulla de Carabineros. Mientras
el improvisado ginecólogo atiende a la parturienta, en el cielo sobrevuela una
bandada de palomas grises y a la redonda se oye ladrar a una docena de perros
quiltros. Cuando por fin llega un equipo de paramédicos del consultorio local,
el niño ya ha nacido dentro del taxi y su madre lo abraza entre risas y
llantos. Unos indigentes que viven en esa plaza y duermen bajo unos
cartones son los primeros en venir a felicitarla. El haitiano sonríe y le dirige
la palabra al hombre que toma por padre: “Y dígame, caballelo, ¿cómo tú lo vas
a llamal a tu hijo?”. El supuesto papá traga saliva, recuerda el sueño y le
contesta: “lo llamaremos Jesús”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Me encantó. Me recordó a la noche boca arriba de Cortazar.
ResponderBorrarUhhh belleza
ResponderBorrarEncantador... Y más largo, descriptivo y contundente.
ResponderBorrar"...unos indigentes que viven en esa plaza y duermen bajo unos cartones son los primeros en venir a felicitarla..." ese momento me sopló el final de la historia... 👏
ResponderBorrar¡rico de leer ! imaginé cada segundo...