“Franz me dijo, ¿verdad?”, lo
interroga la asistente social. “Sí, con zeta al final”, le contesta el hombre
desde la camilla. Ella es ágil tomando apuntes y lo hace bien entrevistando pacientes.
Esta vez el hospital le ha encomendado gestionar alguna red de apoyo para el
paciente del pabellón N° 6, cama A-12. Pronto habrá que darle de alta y al parecer
carece de un lugar donde llevar una convalecencia óptima. “Caballero, dígame,
por favor, a qué se dedica”, formula su pregunta con gracia en la voz.
Silencio. Él, acomplejado por la duda, sufriéndola, demora su respuesta. “Digamos
que ejerzo la abogacía. No, no me felicite. Es apenas mi forma de obtener los
recursos necesarios para pagar mis cuentas”. “Comprendo”, acota ella sin abandonar
sus notas. “Usted me quiere decir que su vocación es otra”. El paciente se
siente extraño, acorralado, sin espacio para escapar. “Verá: le robo tiempo y
confianza a mi jefatura para escribir historias que dudo que alguna vez se
vayan a publicar”, suspira él, taciturno. “Pues a mí me gustaría leerlas”, interrumpe
con alegría la mujer. “No, señorita. No malgaste en ellas su inteligencia. Sepa
que si no logro zafar de esta enfermedad me aseguraré de que una vez sepultado en
el cementerio un amigo de confianza recorra todos mis archivos, recopile mis
textos y los haga desaparecer en el fuego”. El pesimismo del sujeto choca de
frente con la alegría incombustible de la asistente. “Vamos, no se flagele. De
seguro lo que escribe no puede ser tan malo. Siendo lo suyo el derecho tendrá
historias de justicia con finales felices”, afirma sin perder su sonrisa ni la
esperanza. “Señorita, usted no comprende. Los procesos judiciales son cosa
absurda. En ellos abundan la arbitrariedad y el sin sentido. ¿Ha soñado alguna
pesadilla de la cual quiere, pero no puede escapar? ¡Eso y peor!”, acota el individuo
más opaco que haya pasado por ese sanatorio. “En fin. No le quitaré más tiempo,
señor. Dos preguntas finales. Primero, ¿cómo se siente hoy?”. No alcanza a
cerrar la boca cuando él la sorprende con una expresión que ella siempre recordará: “como
un humano en cuerpo de insecto”. La mujer opta por no escribir eso último. “Mmm,
ya veo. Para terminar, algo que debí preguntarle al principio: indíqueme su
apellido, por favor”. Él es lento para reaccionar: “Kafka. Ambas con ká”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Excelente acercamiento al carácter de un personaje tan sombrío
ResponderBorrarMe engañaste con la mezcla entre Kakfa y tú que mismo. Gran historia, Franz. La inocencia y simplicidad de tus relatos me asombra.
ResponderBorrarMe había ilusionado... Pero era Kafka... Súper ingenioso que jugarás con las coincidencias biográficas... Yo diría que hasta hay un poquito de autoficción, por lo menos eso quisiera creer...
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