Fue un error haber aceptado
esa invitación. No tuvo el valor para rechazarla y acabó haciendo lo que había
prometido nunca más repetir. Es que el gordo Urrutia supo tentarlo en su
debilidad: el estómago y la garganta. “Tranquilo, amigo. ¡Yo lo invito!”, le
dijo Urrutia, su antiguo compañero de comilonas y borracheras. “¡Mesero!”,
ordenó por tercera vez el gordo, “repita la promoción: otro Troglodita con
cerveza doble para el caballero y lo mismo para mí, pero con más ají que los
anteriores, por favor”. Y así se fueron hasta que llegó la hora del
remordimiento. “Urrutia, gracias por todo. Pero ya llevo 40 minutos de atraso.
Debo llegar al turno de la tarde para no abusar de la colega de la mañana”. Con
culpa en la conciencia, alcohol en la sangre y algunos kilos de más, el
salvavida llegó a la piscina. Su polera anaranjada, ajustada a su barriga,
ocultaba la lucha sin cuartel que se libraba en su sistema
digestivo. Los lentes negros escondían el rojo de sus ojos y la mascarilla KN-95
le servía para que su compañera de labores no detectara su aliento cervecero.
Molesta por verlo llegar tan tarde, la salvavida del primer turno descendió de
la torre de vigilancia. Con una mirada de censura le hizo notar su disgusto por
tamaña impuntualidad. “Sin novedad que informar. Eso sí, ten cuidado, mira que
hoy han ingresado más niños que lo habitual”, fue el único diálogo que cruzaron
los encargados de la seguridad de los bañistas. Instalado en su puesto de
trabajo, el recién llegado comienza a lidiar con el sueño. El estómago pesado y
el cerebro aletargado son sus tenaces enemigos. Y lo vencen. Es seducido por
sirenas que con sensualidad susurran su nombre y pelean entre ellas para
tocarle los músculos de sus brazos y abdomen. La gloria lo envuelve. La escena es perfecta: por dentro, él se
halla en la cresta de la felicidad humana; por fuera, él se muestra como un
abnegado servidor, un tipo duro, pero con el amor suficiente para rendir su
vida en rescate por el otro. “¡Imbécil! ¿Hasta cuándo tendré que gritarle para
que reaccione?”, exclama debajo de la torre un abuelo angustiado por ver cómo
su nieta se ahoga en el centro de la piscina. El salvavida reacciona como puede
ante la llamada de socorro. Torpe y atolondrado baja, corre y se arroja al
agua. Se esfuerza por nadar. Llega por fin hasta la pequeña bañista y siente el
alivio de verla con vida. Con esperanza la arrastra hasta el borde y le aplica
las técnicas de resucitación. De corazón clama al cielo por clemencia. Pero
llega primero la justicia. “Muerte por inmersión”, se consigna en el parte
policial.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
El anticipo a la tragedia es obvio pero aún así me llené de escalofríos al final.
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