La
mesa está servida. Abundan las fuentes de carnes, pastas, pescados y mariscos.
Las copas de vino se rellenan apenas el comensal ha bebido la última gota. Hay
distintas ensaladas, variedad de panes y una esquina exclusiva para las frutas,
los pasteles y el café. Alrededor, un grupo de tertulianos comen, bromean,
discuten, se enojan y hacen las paces. Todo a la vez. Les convoca una sola
pregunta: ¿existe algún beneficio después de tantos meses de confinamiento
gracias al Covid-19? Aristóteles, cogiendo un racimo de uvas rosadas y con su
dedo índice apuntando hacia el suelo, afirma que, si las plazas quedan vacías y
las casas repletas, entonces la política -el único lenguaje compartido por
todos- corre el peligro de atrofiarse por falta de cultivo. Desde el otro lado
del mantel reacciona Aquino sin dejar de embadurnar de paté el medio metro de
baguette que ha puesto con disimulo sobre su plato: “amén a eso, Maestro. Pero
quizás éste no sea todavía uno de los casos cuando el pueblo podría blandir la
espada de forma legítima para repeler las órdenes de la autoridad”. “¡¿Y por
qué no?!”, exclama airado Carlos Marx pidiéndole, de paso, al camarero que le
rellene el vaso chopero. “¿Acaso no sospecha usted que tanta obediencia al
gobernante se transformará en más poder para él, poder que luego será usado
para generar una masa alienada, acrítica y blandengue?”. “No estaría tan
seguro, mi dilecto compañero”, irrumpe Nietzsche, entre místico y misterioso. “Así
como ahora tengo en mis manos esta galleta de agua que vosotros veis, y que en
este preciso momento trituro con mis dedos hasta volverla nada, pues de la
misma manera esta pandemia servirá siquiera para alzar a los fuertes y excluir
a quienes por su debilidad mejor se hallarían sacudiendo el polvo que se
acumula sobre el ataúd donde reposan los restos de Dios”. “¡Pero, Federico!
Por todos los dioses del Olimpo, ¿qué está diciendo? No se crea usted la quinta
esencia ni le busque más patas al gato”, espeta Platón atrincherado en la
cabecera. “Usted reduce la realidad a su estrecho campo visual y acaba
juzgando por apariencias. Así le roba a su alma el privilegio de gozar aquello
que alguna vez contempló en el mundo de las ideas: la verdad, la justicia y la
belleza. Y por eso brindo, caballeros, antes de que estas velas dejen de arder
y nos volvamos sombras”, dijo él sosteniendo su copa en alto y apuntando su
dedo índice hacia el cielo. Los comensales no llegan a acuerdos ni negocian sus
posiciones. Pero antes que el toque de queda comience a regir otra noche sobre
la ciudad, se percatan que respiran el mismo aire, que la cena ha sido
extravagante y que no hay cuarentena que impida el placer de pensar.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Magnánimo. Contundente. Inteligente.
ResponderBorrarEn tan poco texto hiciste el medio relato.
Súper bueno Franz, me saco el sombrero ..
Todo lo que dijo Denisse..
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