Michelle terminó de leer Metamorfosis y sin
apuros cerró las tapas del libro. Ahora estaba claro: ella era la nueva
adaptación de aquel Gregorio Samsa inventado por Kafka en 1915. E incluso lo
superaba. Se sentía extraña. Cada día empeoraba y no lograba detener su
descenso al vacío. La Real Academia Española le enseñó que bullying no
estaba registrada como palabra. Acabó aprendiendo su significado con los gestos
y miradas de desprecio que por meses recibió. Quitó los espejos de su
habitación y dejó de responder su celular. La fiscalía no veía ilícito que
justificara una investigación y su denuncia corrió la misma suerte que ella
tenía en mente para sí. Así, sola sobre la azotea del edificio miró hacia abajo
y recordó la cantidad de pisos que la separaban del suelo: veinte en total. Más
de alguna vez los contó en voz alta mientras los subía y los bajaba en
solitario. Jugó buscando alguna coincidencia con ese número. Si lo hallaba,
saltaba. Contó las veces que fue amada, los besos que le dio papá, los días que
en verdad rio con ganas, los países recorridos, los libros que leyó, las amigas
a quienes contó algún secreto. Nada. Le sobraban pisos. Siguió buscando: algún
verso bíblico que terminara en veinte, la patente de un vehículo conocido, las
tazas de café consumidas la última semana, los cigarros fumados entre ayer y
hoy. Nada. Estaba ya por retirarse y retroceder sin mirar atrás. Se frenó.
¡Maldición! Recordó su edad. Veinte fueron también los minutos que tardaron las
sirenas policiales en romper el silencio de esa noche.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
20 bonito número pero fatal también
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