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P.P.P.P.

Moncho era un cuarentón cuando fundó los P.P.P.P. El día que salió del hospital (tras haberse encontrado cara a cara con la muerte) decidió que antes de dejar de respirar mejor se gastaría sus próximos días en algo que valiera la pena. Se sinceró consigo mismo. No pudo seguir ocultando su pasión más cara: el amor a los libros. Hasta entonces leía encerrado en los baños, con una linterna debajo de las sábanas o a bordo de un vagón del metro sin rumbo fijo. Con persuasión artística reclutó a un grupo de seguidores. Pegó sus carteles en cada poste de la luz del barrio, tal como hacían los otros vecinos cuando andaban buscando al enésimo perro o gato perdido. Moncho no ofreció ninguna recompensa, pero sí prometió “hacerles sentir de verdad” (frase que con mucha elegancia le había robado varios años atrás al Puma Rodríguez). La alcaldesa de la comuna le facilitó una sala dentro del único liceo de la población. Cuando por fin Moncho tuvo frente a sí al grupo de quienes respondieron a su llamado le bastó un segundo para saber que todos eran “pobres, picantes, pero poetas”.  En honor a la verdad, querían ser poetas. Algunos leían a duras penas, otros escribían sin distinguir entre la C, la S y la Z y todos, sin excepción, siempre omitían la H (“¡total ni se pronuncia!”). Durante el día esta caterva se partía el lomo para comer: unos eran carretoneros, otros jardineros, tres eran carteros, uno que otro era mecánico o por lo menos amante de las tuercas y las grasas, había dos prófugos de la justicia, un par de jubiladas, una chica hermosa y misteriosa y una media docena de cesantes expertos en redactar currículums ficticios (estos últimos muy pronto destacaron como los estudiantes más aventajados del curso). Cada sábado por la tarde Moncho les hablaba de poesía. Haciendo juegos de voces, gesticulando con la cara y las manos y marcando los tonos y ritmos de cada pasaje, les leía poesía chilena. Carlos Pezoa, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, los Parra (Nicanor y Violeta) y Jorge Teillier fueron los primeros nombres que empezaron a sonar en los oídos y a calar profundo en las vísceras emocionales de los monchianos (sí, tal cual: dícese de los seguidores de Moncho). El grupo nació, creció y se multiplicó. Leían y discutían. Escribían con ternura y se maldecían sin piedad. A veces se odiaban y casi siempre se iban a los puños, pero al final triunfaba el amor a las letras y el miedo a que la alcaldesa les quitara la sala. Todo iba de maravilla. Pero de pronto en el mundo entero se desató una pandemia. Y así, cuando el Covid-19 llegó también por estas calles, el grupo salió del liceo municipal y tuvo que pasar a la clandestinidad. Ninguno de ellos disponía de internet ilimitada, algunos ni siquiera manejaban un celular y jamás supieron lo que era una sesión por Zoom. Estaban formados y condicionados por la vieja escuela: a puro lápiz y papel. Así las cosas, no les quedó más que infringir el toque de queda. Cada noche de sábado esos tres que eran carteros montaban sus bicicletas y burlando los controles militares recorrían las calles del barrio llevando y trayendo los poemas escritos por los monchianos. ¡La poesía barrial circulaba en medio de la pandemia sin que las autoridades sanitarias ni policiales se dieran por enteradas! El ave Fénix renacía de las cenizas. Hasta que una noche -con mascarilla, pero sin salvoconducto- cayó Rodolfo Soto, el cartero más viejo de los tres. Un par de oficiales del Ejército -chiquillos jóvenes e inexpertos- lo interceptaron a las dos de la mañana portando un bolso lleno de letras manuscritas y poesía en gestación. A Soto le pidieron que se identificara y le exigieron que abriera ese bolso tan sospechoso. ¡Zafó! El muy zorro les estuvo leyendo e improvisando versos hasta el amanecer. Imitando a Moncho, el cartero gesticulaba con las manos, subía y bajaba la voz y con la fuerza de las palabras les remeció el alma. Los hizo sentir de verdad. El par de pililos, fusiles en mano, le devolvieron a Soto su libertad ambulatoria y, con los primeros rayos del sol capitalino, le juraron silencio sobre lo ocurrido.

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