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Jurídicos

¡Advertencia! 
He aquí 24 relatos aptos sólo para juristas, litigantes, estudiantes 
y docentes del Derecho. 
La casa editorial no responderá por los daños irreparables en la salud mental que sufrirá con seguridad quien desacate este aviso. 

I.- (Desafección).- Hoy alegué ante una Ilustrísima Corte. Con ninguna de las tres Señorías allí presentes logré contacto visual. La presidenta cerró sus ojos, suspiró profundo y se fue de este mundo. La perdí. La de su diestra echó a volar su mirada y la clavó con fijeza en una esquina de la sala, como esperando detectar el instante preciso cuando se asomara la araña responsable de esa verdadera obra de arte que ninguna empresa de aseo ha logrado destruir. La tercera ministra, de ojos semi abiertos (¿japonesa la señora?), sin moverse y casi sin respirar, permaneció quieta sin dar siquiera los mínimos gestos de vida (bien pudo haber sido una maniquí). En fin. Será para la próxima. Lo de hoy me hizo sentir como un turista visitando el Museo de Cera de Las Condes. 

 

II.- (Sueño).- Cuando se le escapó ese último ronquido gutural y profundo decidieron despertar a Su Señoría. Sus pares le reprocharon con la mirada que era inconcebible que se durmiera durante la vista de la causa. Ninguno comprendió que él sólo soñaba con hacer justicia.

 

III.- (Superación).- Los crímenes y simples delitos solían ir al libro de las faltas sólo para molestarlas y reírse a costa de ellas. Se burlaban de su poca monta. Las asustaban diciéndoles que algún día serían expulsadas del código penal para ir a dar a las gavetas de la administración. Las muy incautas así lo creían y por las noches tenían pesadillas con el exilio. Un día agarraron a Lesiones Leves cuando ésta se hallaba a punto de ingresar a la guardería. Entonces la llevaron a una plaza cercana. Le quitaron su colación y se la comieron delante de ella. Luego y por mero bullying le preguntaron cuál era su sueño para cuando fuese grande. Sacando su voz suave en medio de las lágrimas logró decir: “sueño con cambiarme de código. Me iré al civil. Allí me instalaré junto a las normas que regulan la compraventa. Seré feliz y creceré hasta llegar a ser una lesión enorme”.

 

IV.- (Insurrección).- Los autos y los decretos decidieron rebelarse contra las sentencias definitivas. Reclaman ser los que hacen el trabajo durante todo el proceso, mientras que ellas ingresan al final del pleito y se llevan la fama en revistas de jurisprudencia o en la cátedra de algún profesor. No soportan seguir siendo peones puestos al servicio de reinas tan ingratas. Para asegurar el éxito de su revuelta fueron a buscar apoyo al condado de las interlocutorias. ¡Qué triste decepción! Las encontraron reproduciendo a escala la misma lucha de clases que pretenden superar: supieron de unas interlocutorias burguesas que resuelven incidentes con efectos permanentes para las partes (¡se juran sentencias definitivas!), mientras que otras (¡oprimidas y explotadas!) se pasan la vida resolviendo trámites y sirviendo de base para la dictación de una sentencia definitiva u otra interlocutoria de barrio alto. Así no hay quien resista. La rebelión se huele en el aire. 

 

V.- (Samaritano).- Cargado de ilusiones caminaba esa mañana el jurista. Atrás quedaba su facultad y hacia adelante ya se veían los primeros destellos de Justicia. Con las manos en los bolsillos y silbando de contento echaba primero a correr la memoria para luego proyectar su futuro. Su dicha era plena y profunda. No supo cómo, pero le salieron al encuentro una tropa de maleantes. Le quitaron todo, incluidas las ganas de vivir. Botado, aturdido y desnudo se hallaba a un costado del camino gimiendo de dolor cuando divisó que se acercaba doña Legislación. Suponía que ella se acercaría a curar sus heridas. Nada de eso. Desde su generalidad y abstracción, Legislación no comprendió las particularidades del caso concreto. Y sin más, se dio media vuelta y siguió presurosa su camino. Al rato pasaba por allí doña Costumbre. El muchacho le hizo señas con las pocas fuerzas que le quedaban. Pero su aspecto juvenil le jugó en contra. Costumbre detectó de inmediato que aquella era una cara desconocida y sin historia. Ni modo: para novedades e improvisaciones mejor acudan a doña Autonomía de la Voluntad. Y así, la muy señorona también se largó. Transcurrió después el desfile de fuentes formales sin faltar una de ellas: doña Jurisprudencia, doña Dogmática y don Contrato. Pasaron todos. Ninguno se acercó a recoger al herido. Cuando ya anochecía y el jurista temía lo peor, sucedió que descendía por la misma ruta un ser extraño para la época y el lugar. Antes de dar su último suspiro, el joven supo que aquel que se bajaba de su caballo con cierta prisa para venir en su auxilio era el señor Principios. Él sí acortó las distancias que los separaban: lo tomó en sus brazos, lo cargó sobre la bestia y lo trasladó hacia el albergue más cercano. Allí lo encomendó al posadero, empeñando su propia fama respecto de todos los gastos que el malherido pudiese ocasionar durante su convalecencia". Moraleja: cuando te fallen todas las fuentes formales del derecho, recuerda la existencia y validez de los principios generales del sistema jurídico. Es lo único que nos queda en la noche de los casos difíciles. 

 

VI.- (Pareja).- Dolo comenzó a salir con Culpa. Lo hacía a escondidas y cuidándose de que nadie les viera. Pero a pesar de los dictados de su razón igual disfrutaba de lo que Culpa le hacía sentir. El tiempo iba pasando y Culpa no quería ser lata en esta relación. Quería que Dolo fuera directo, que se la jugara alguna vez. Culpa buscaba algo real, muy distinto a eso tan eventual que Dolo le ofrecía con intermitencia. Lo enfrentó. Dolo sólo atinó a pedirle a Culpa que fuese consciente, que no él no podría quedar impune si se entregaba del todo a ella. Culpa le preguntó si por lo menos era capaz de representarse una convivencia armónica. Por un tiempo Dolo le dio vueltas a la idea de cohabitar en preterintencionalidad, mas al final decayó su voluntad. Rompieron. Se distanciaron. Sólo dos veces coincidieron en un esfuerzo conjunto de regresar. No funcionó. Ahora quedan como testigos de cada encuentro las criaturas que engendraron. El mayor se llamó Doloso –para ella, él había su gran amor- y la menor, Culposa –pues él nunca logró sacarse a Culpa de la conciencia-.

 

VII.- (Recomenzar).- Con el pasar de los años Culpa y Dolo decidieron volver a empezar. Consideraron que les haría bien pasar por una terapia de parejas. Después de escucharles y sin rodeos el terapeuta le preguntó a Dolo: ¿qué clase de tipo eres? Diantre. Eso fue duro. No lo supo responder. Ante el silencio se le cedió la palabra a Culpa. Ella dijo que Dolo se caracterizaba por la claridad de sus conocimientos y la firmeza de su voluntad, cualidades que a ella siempre le habían atraído. Luego se invirtieron los roles. Dolo tuvo que contestar qué era aquello que alguna vez le había cautivado de Culpa. Respondió con ternura que de ella le gustaban sus descuidos involuntarios y su fe sin malicia, dos razones poderosas para nunca enojarse tan en serio con ella. A la salida de la consulta ambos se sentían algo más reconciliados. Hoy se siguen buscando pese a sus diferencias. Están aprendiendo a valorar más la finalidad de los sueños que los convocan en vez de salir a buscar la causalidad de aquello que los separa. 

 

VIII.- (Copas).- En la última mesa del bar se les veía discutir exaltados. Expelían frustración. No faltó quien, incluso, aseguró haberles oído llorar. Eran los tres de siempre: Soberanía Popular (“Soby” para los amigos), Autonomía de la Voluntad (“Voly” en los espacios de confianza) y Dolo Directo (“Doly” cuando las copas aceleraban la intimidad). Se conocían de años, pero en el último tiempo se estaban citando con más frecuencia. Soby se quejaba de la juventud actual (“los cabros de ahora me dejan siempre plantada en las urnas”). Voly, por su parte, reclamaba contra los jueces (“me impiden hacer en la práctica todo aquello que los académicos predican en sus cátedras”). En tanto, Doly se lamentaba del Ministerio Público (“los fiscales me buscan donde nunca he estado o peor, cuando no me encuentran, me sustituyen por Dolo Eventual o Culpa Consciente”). Así, brindis tras brindis, transitaron del amor al odio y viceversa. Para cuando la dueña del boliche les pidió que se retiraran –“ya está amaneciendo, muchachos”- Soby reconoció que le gustaban los flirteos que le prodigaban los constitucionalistas (“y hoy, mal que mal, en la calle todos somos constitucionalistas”). Voly aplaudió a esos magistrados que la descubrían detrás del sentido literal de las viejas leyes que de pronto parecían tan restrictivas. Y Doly admitió que aún existían persecutores –“pocos, eso sí”- que lo invocaban con pertinencia cuando se trataba de defender la libertad. Salieron los tres -abrazados y cantando- convencidos que, pese a todas sus miserias, la justicia todavía sorprende con algunos destellos de belleza. 

 

IX.- (Plazo).- Ni de grano ni en polvo: el café ya no lo mantenía despierto. El sueño lo estaba venciendo. Eran las 22.45 de la noche y Eustaquio Galleguillos aún no llegaba siquiera a la explicación de la causal invocada ni a las peticiones concretas para remachar su recurso. Sumaba varios días de mal dormir, algunas citas frustradas y unos cuantos ayunos forzados. Y todo por esto. Pero no iba a rendirse. Su cliente estaba preso siendo inocente. Su convicción era férrea. Llegaría a la Corte. Anularía esa condena de privación efectiva de libertad. Les demostraría a los ministros que la prueba de cargo era insuficiente y, encima, inconstitucional. Todo, por cierto, si primero lograba zafar de las garras de Morfeo. Y allí estaba: frente a la pantalla del computador sin pensar, sin escribir, sin existir. Bostezos. Cabeceos. Actos reflejos. Silencios prolongados. (¡Ecce homo!) El malo de Cronos se solazaba a costa de las batallas perdidas de este justiciero que insistía en la vigilia. Corrían las 23.45 cuando la entropía hizo de las suyas: el caos comenzó a expandirse con violencia dentro de la mente quieta y ordenada de este hábil litigante y respetado profesor. Cayó dormido. Al instante la fantasía lo atrapó llevándolo a una montaña rusa de placeres y terrores. Se vio a sí mismo reprobando su examen de grado. Luego, recibiendo su diploma de manos del presidente de la Suprema. Volvió a sentir en carne viva el primer siete y los aplausos por ser el único del curso en responder porqué Bello acabó su Código regulando la prescripción. “Es que a don Andrés le gustaban mucho las sorpresas y pensó que con esta cereza sobre el pastel el cierre de su obra sería algo magnífico, profesor” – dijo él. “¡Brillante, Galleguillos! ¡Tres coloradas para usted!” – gritaba su excitado maestro. A las 23.59 contempló de lejos algunos indicios del tercer cielo paulino. ¡Sublime! Estaba maravillado. De golpe, abrió los ojos. Se hallaba aturdido y sin orientación. Necesitó algunos segundos para recuperar la conciencia, el lenguaje y la memoria. Mientras eso sucedía Eustaquio observó sin entender que en la esquina inferior izquierda de su computador el reloj transitaba desde la media noche hacia las cero horas con un minuto de un nuevo día.

 

X.- (Descreer).- Duda Razonable vive en lugares inesperados: en el tarro del café, en la tinta del lápiz pasta, en la página de un libro y, muchas veces, entre los miles de incisos que pueblan la aldea del derecho. Los jueces nunca la invocan de forma consciente. Siempre es ella quien penetra sus cerebros sin ser invitada. ¿¡Cómo!? El acusado declama su inocencia sentado en el banquillo cuando uno de los magistrados bebe un poco de agua. Duda Razonable se cuela por su boca, viaja por la garganta, se infiltra en su sangre y arriba al centro de la decisión. Adentro arrebata las llaves de la culpabilidad y proclama libertad a los cautivos. “¿Hurto o robo?” – se atormenta el juez cuando sin quererlo se echa la punta del lápiz a la boca y lo chupa con disimulo: ha dejado entrar a doña Pregunta Sensata. “¿Abuso o violación?” – cavila la magistrado y se quita el calzado debajo del estrado: su pie toca el suelo y, ¡ya está!, por su piel se adentra la más legítima de todas las incertidumbres. “¿Lo condeno o lo absuelvo?” – se interrogaba esta misma mañana un veterano cansado encerrar a la mitad de sus paisanos. “Sí, lo castigaré” – pensaba para sí. Pero la novia del desgraciado derramó una lágrima desde la banca de donde miraba la espalda amarilla de su amado. Esa gota rodó como impetuoso torrente: pasó por debajo de la bota del gendarme, trepó al escritorio del fiscal, voló hacia el estrado judicial y aterrizó sobre el micrófono de Su Señoría. Desde esas alturas se dejó caer para morir sobre la palma abierta del juzgador. En un acto reflejo el anciano llevó sus dedos a la nuca. Quería rascarse y sentir que expulsaba sus angustias. Duda Razonable impregnó una de sus canas. Las venas del sentenciador traficaron el efecto redentor hasta su mente y corazón. Ahora el Ministerio Público pagará las costas de la causa. 

 

XI.- (Jaque).- “Use las blancas, Tomás. Le concedo la partida” – dice Kelsen mientras recopila las piezas negras. “No crea que su amabilidad me intimida, Hans” – replica Aquino armando su ejército sobre el tablero. “Menos rodeos y manos a la obra. Sin golpes bajos, señores. ¡Partieron!” – sentencia Dworkin dando más garantías de imparcialidad que la Cruz Roja en el campo de batalla. Pasan los minutos. Entre lágrimas de uno y risas de crueldad del otro caen peones, alfiles, torres y caballos. Kelsen es ducho y golpea con precisión. “Tomás, ¿conoce el poema de Machado sobre los momentos cuando de nada nos sirve rezar?” – afirma el jurista vienés mientras con elegancia devora a la reina. Aquino resiente el ataque en silencio. Siguen jugando. “Hans, ¿le suena a usted la resurrección de los muertos?” – sonríe el Aquinate cuando procede a canjear el peón que cruzó el tablero por la dama de los blancos. Dworkin advierte que ninguno aplastará al otro. Anochece y los contrincantes siguen vivos. Y pasan los años. Luego las décadas. “Profe, suelte la firme: ¿quién ganó esa última partida?” – inquirió Edgardo con morbo a su profesor. “Vea, joven”, respondió el maestro a la salida de la facultad, “si creció jugando al ‘Mortal Kombat’ le costará entender que las cosmovisiones no se aniquilan unas a otras. Naturalistas y positivistas se buscan y encuentran para saber quiénes son”. A solas en su habitación Edgardo contempló su pasamontañas y los cócteles de mólotov que había preparado. Recibió un mensaje por WhatsApp: "perro, te esperamos donde siempre. ¡Apúrate!" Dudó. Por primera vez no supo qué responder.  

 

XII.- (Depresión).- Eustaquio se apagó. Nada le devolvía la vida. Se acabaron las risas y llegó la inapetencia. Ni la inteligencia de su mujer ni las gracias de sus hijos ni el teatro santiaguino de verano, nada: sólo tristezas e inhibiciones. Esa mañana llegó a la oficina en piloto automático. Al mediodía el tinterillo de su despacho le preguntó qué diantre era un abandono del procedimiento. De pronto y sin pensarlo Eustaquio se halló disertando sobre la importancia del impulso procesal que el actor debe invertir para lograr el avance de su causa. “Y si no la hace, don Eustaquio, ¿a qué se arriesga ese actor que no actúa?” – preguntó el picapleitos sin reparar en su maltrato al lenguaje. “Lo peor, Heriberto: se cierra el telón y el conflicto queda sin solución” – le contestó su jefe. De regreso a casa se vio reflejado en la ventana del vagón del metro. Volvieron a su memoria los recuerdos de esa conversación. En su mente vio alejarse a su mujer y a sus hijos, como vio también las plantas marchitas y los platos del gato sin agua ni comida. ¡Eureka! La cuenta regresiva de su preclusión vital corría sin tregua y con ventaja. “¿Y ese beso tan fogoso, Eustaquio? ¿Qué te pasó?” – dijo con sorpresa su amada en el reencuentro de cada noche. “Nada, mi amor. Sólo recordé que aún seguimos vivos”. Y, por fin, sonrió.  

 

XIII.- (Entuerto). Eulalia le pidió a Eulogio que la reemplazara en una audiencia. Ella se tomaría vacaciones durante febrero. ¿Y él? Él siempre tenía buen corazón. “Colega, créame: será muy fácil para usted. Si es capaz de entender el derecho penal, estos asuntos laborales le parecerán un chiste. Además, le dejaré una minuta. Usted sólo se aprende el libreto y, ¡éxito garantizado!” El optimismo incurable de Eulalia chocaba de bruces con la anhedonia crónica de su víctima veraniega. Eulogio aceptó sabiendo que por más que leyera los libretos escritos por Shakespeare no por eso se transformaría en el Romeo que hacía suspirar a Julieta. A medida que se acercaba el día del juicio Eulogio experimentó el deseo de paralizar el tiempo. La noche previa tuvo una pesadilla: llegaba atrasado a la audiencia, sudando y sin los antecedentes del caso. Cuando sonó su alarma entendió que no había forma de evitar el trago amargo. Sintió frío; tuvo que hacer fuerza para no orinarse; y al lavarse los dientes casi expulsa con violencia la comida del día anterior. Quiso eternizar los instantes: la ducha tibia, la limpieza de los zapatos y el nudo de la corbata. Perdió el apetito y salió sin desayunar. Aceptó su destino: descendió hasta embarcarse dentro de la cuncuna metálica que atraviesa Santiago, ascendió de nuevo a la luz, caminó por el centro de la metrópoli e ingresó al juzgado del trabajo. Se sentía raro: allí no había imputados, fiscales ni defensores. Era un penalista y ahora se travestía de laboralista. Su conciencia lo molestaba, pero decidió no claudicar y esperó el llamado en la puerta de la sala con la belleza de la candidez. Minutos antes de la hora indicada salió al pasillo el encargado de las actas. Le preguntó si acaso había negociado algo con su contraparte. “Porque, flaco, déjame decirte que el oficio de la Chilena de Seguridad te deja por el suelo” – remató el auxiliar y se fue. Eulogio palideció. Sintió la urgencia de evacuar el vientre. Tenía la verdad y la razón de su lado, pero las pruebas se le iban volando. La cliente -una mujer trabajadora que gruñía pidiendo la cabeza de su empleador- no ahorraba en gemidos de angustia y preguntas sin respuesta. “¡Y encima mi abogada me deja botaba!” – lloraba la mujer al lado de Eulogio mientras él le regalaba un pañuelo desechable comprado por cien pesos a una niñita muy parecida a su hija a la salida del metro.  

 

XIV.- (Dichiochero)

 

De juristas y forenses

estos versos tratarán,

pero el resto e’ los mortales

de seguro entenderán.

 

Con su venia, Señoría,

hoy no vengo yo a’legar,

al contrario, copa en mano,

aquí estoy pa’ celebrar.

 

Imputados y fiscales

hoy sonrisas cruzarán

pues pa’ juicios y condenas

mucho tiempo más tendrán.

 

Magistrado, ¡no se enoje!,

chuletearlo a usté, ¡jamás!

Sólo pasa que hoy es fiesta

y hay que puro ir a gozar.

 

Señoría, con cuidado,

¡que este pebre tá’ mortal!

No le ponga tanta enjundia

y perdone al criminal.

 

Patos malos y chorizos,

tipos duros siempre habrá.

Jueces justos, compasivos,

estos nunca sobrarán.

 

Abogado en cuarentena,

que hoy alega hasta por Zoom,

brinda y baila en norabuena

hasta darle un patatún.

 

¡Salú!

 

XV.- (Abogados). Arturo Prat Chacón fue abogado. Cada 21 de mayo en Chile, por él y en su honor se piensa -además del mar- en la abogacía como profesión. La muerte de Prat tiñe -sin quererlo- su condición de jurista de un dramatismo o sentido de la fatalidad que coincide con varios personajes de la literatura que, siendo estos estudiantes de derecho, o bien, abogados de profesión, vivieron vidas marcadas por la desgracia. He aquí algunos infelices ejemplos. En “Niebla”, de Miguel de Unamuno, se presenta a Augusto Pérez, un licenciado en derecho que vive atormentado por las dudas y los desamores desde que amanece hasta cuando se acuesta. Luego, Franz Kafka, abogado y doctor en derecho, regala en sus cuentos las mil razones para descreer de la ley y la justicia, al punto que la mejor moraleja kafkiana sería que uno se mantuviera siempre al margen del conflicto jurídico pues el litigio degenera en una absurda experiencia límite para quien la sufre. Por su lado, Roberto Bolaño en sus “Detectives salvajes” pinta el cuadro de un joven aprendiz de escritor que no tolera más seguir siendo un estudiante de derecho, pues, lo suyo era y sería -¡de una vez por todas!- la poesía y la suerte del poeta. En otra vereda, Charles Dickens describe en “David Copperfield” las desventuras de un muchacho que a punta de esfuerzo (y contra todos) llega a ser abogado, pero, hacia el final, dejará la profesión para oficiar más bien como escritor. Luego, el mismo Dickens, en “Historia de dos ciudades”, relata la hazaña final del desgastado y alcohólico Sydney Carton, un abogado que, por amor y respeto a la mujer de otro hombre (¡!), entrega su vida en la guillotina tomando el lugar que le hubiera correspondido, precisamente, ¡al marido de la mujer que él tanto admiraba! (Una curiosidad: cuando el viejo Carton se entrega a esa muerte violenta lo hace recordando una promesa de Jesús: “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”). Por su parte, el ruso Rodión Románovich Raskólnikov, personaje parido en la mente de Fédor Dostoyevski, será recordado no por sus estudios de derecho sino por la comisión del delito que sustenta la novela “Crimen y castigo”. En fin. Eso sí, el abogado que deja muy mal parado al gremio fue ese sujeto que un día llegó a convertirse en juez y, sin temor de Dios ni respeto por nadie, sufrió un colapso nervioso gracias a una viuda que él mucho despreciaba, pero que todos los días acudía al tribunal clamando para que le hiciera justicia. Con esa historia suya, registrada en el evangelio de Lucas, Jesús parece haberle dado el tiro de gracia a los juristas. 

 

XVI.- (Frustración). El fiscal decía la verdad. Estaba del lado de la justicia. La razón gobernaba su acusación. Sólo un detalle: carecía de la evidencia.

 

XVII.- (Covid-19). Luego de varios días fuera de su despacho y enclaustrado en su departamento –donde pasaba las horas litigando a través de la Oficina Judicial Virtual y alegando vía Zoom-, llegaron los hijos pequeños de este abogado con una pregunta que lo dejó sin respuesta. “Papá, estamos aburridos”, dijeron a coro los tres. Y luego el colorín, el más chico y el vocero de los hermanos, acotó: “Papá, queremos que nos enseñes a jugar a eso que tú haces en tu trabajo. Aquí tienes nuestros muñecos y peluches. Ahora dinos, ¿cómo se juega a ser abogado?” Silencio absoluto. El padre miró a sus niños y ellos, con naturalidad, le devolvieron sus mejores sonrisas. Para sacarlo de la perplejidad en la que quedó sumido, el mayor tomó la palabra: “Sabemos jugar a los doctores y los enfermos; a los policías y los ladrones; y a los bomberos cuando llegan al rescate de una familia que se incendia. Pero ahora también queremos saber cómo jugar a ser abogados”. Apenas se repuso de su impresión el complicado jurista decidió usar lo que tenía a mano: un muñeco verde de Hulk sin el brazo derecho, un ejemplar de Robin –el fiel asistente del hombre murciélago- con capa y antifaz todavía en buen estado y un regordete e imponente oso relleno de algodón que nunca dejaba de sonreír a moros y cristianos. “Ya, y ahora, papá, ¿qué hacemos?” – cuestionaron los pequeños sin saber qué haría su padre con esta fina selección de personajes. “Miren, –comenzó el adulto que de pronto volvía a ser niño- imaginen que Hulk hizo algo malo -¡muy malo!- y que Robin asegura haberlo visto e, incluso, grabado con su celular. El hombre verde lo niega todo, pero el jovencito de la capa lo acusa con ganas. Como no logran ponerse de acuerdo entonces van donde este oso que, aunque tiene los ojos cerrados y parece dormido, ustedes van a imaginar que sí está despierto. Cada uno le contará su propia historia al peluche y éste, al final, tiene decir a quien le cree. ¿Qué tal?”. Los niños se miraron con cierta incredulidad, pero igual se animaron a jugar. Después de dos horas de risas y gritos, los niños regresaron contentos a ver papá. “El oso dijo que Hulk era feo, pero no malo. Robin se niega a aceptar que esto sea verdad y amenazó al oso con borrarle la sonrisa de la cara y desinflarle la barriga de algodón. ¿Qué hacemos ahora, papi?” El padre pensó. Sí, claro, se hacía necesario establecer un tribunal superior. “Tráiganme otros cinco muñecos”, sentenció con autoridad. Al llegar la noche la sala penal de Corte Suprema dio a conocer su veredicto. Hulk fue hallado inocente, Robin renunció para siempre y el oso mofletudo mantuvo el cargo de juez. "Gracias, papá. Me gustó tu juego", le dijo el pequeño colorín a su padre cuando éste le apagó la luz después del beso de las buenas noches.  

 

XVIII.- (Desacierto). “¡Vamos, Lamberto!”-gritaba Ruperto- “dalo por cierto: ¡serás hombre muerto!”. Tan vil juramento, de boca del tuerto, selló esa nefasta disputa en el puerto. El pobre Lamberto, ladronzuelo inexperto, tras ser descubierto (¡robando en un huerto!), ahora lloraba con gran desconcierto. “¡Sí seré mamerto, oiga!”, sentenciaba Lamberto. “¿Y un escape al desierto? Allá, en solitario, sufriría mi entuerto. Mas, si el sol me quemase, ¿en qué me convierto? Mejor escapar por campos abiertos y así no enfrentarme a esos suelos tan yertos. En esta ciudad soy sólo un injerto. Aquí en Babilonia en verdad me pervierto y así, ¡como voy!, mi mal no revierto. Nada tengo, nada invierto y, para colmo de males, ¡con nada me divierto!”. Y así, con luna y despierto, bajo un cielo cubierto, en paz y contento, largose Lamberto. 

 

XIX.- (Abejas). Su fastidio era manifiesto. Sentía el peso de la mochila llena de carpetas. Su tutor lo amenazó con reprobarle la práctica si para mañana no redactaba las demandas pendientes. Lamentando su suerte veraniega ingresó al metro santiaguino empapando el cuello de la camisa con su hediondo sudor. En su molestia se condujo con torpeza y sus libros cayeron. “Disculpe, señora” – decía avergonzado mientras se agachaba a recoger su Código Civil abierto en el suelo. Bastó apenas esa milésima de segundo. Sus ojos se cruzaron con el artículo 620. Y la verdad lo hizo libre. “Las abejas que huyen de la colmena y posan en árbol que no sea del dueño de ésta, vuelven a su libertad natural” – se oyó gritar con voz de fiesta a don Andrés Bello desde el más allá. El haz de luz y color que salía del inciso produjo un Big Bang que cubrió todo el vagón. Los pasajeros calatos echaron a correr por las verdes praderas. Los cuatro vientos soplaron levantando cabelleras y transportando la fragancia de las rosas. Salvajes felices aullaban de alegría con más fuerza que Rousseau en sus eróticos sueños sobre una humanidad sin cadenas. ¡Al diablo las convenciones y los modales! Besó, amó, danzó y durmió. La voz del locutor irrumpió anticipando el nombre de la próxima estación. Se abrieron las puertas y la rutina sobrevino. Como ovejas al matadero cada quien se fue a lo suyo. En la calle una abeja voló a pegarse en su mochila. No la espantó. Desde la ventana ella le hizo compañía hasta que terminó la redacción de la última demanda. “Te quedaron buenas, Galleguillos. Te salvaste” – admitió después de un rato el tutor. “Ven mañana a saber tu nota” – remachó con sequedad. Pero Galleguillos se había dormido en su presencia. Sonreía y abrazaba su Código. 

 

XX.- (Congoja). Era tan grande la tristeza que esa mañana sentía el abatido jurista que frente a los desafíos del día tenía menos motivación que resolución de mero trámite.

 

XXI.- (Coprolalia). Ella era médico internista. No ocultaba su molestia por haber sido sacada de su rutina hospitalaria para ir a un tribunal a declarar. Mientras los minutos de espera se prolongaban, recordaba a sus pacientes. De pronto salió de su ensoñación cuando sin ser indiscreta oyó una conversación que a viva voz sostenían a la distancia dos exaltados litigantes que salían de una audiencia. Una sensación de asco la recorrió por completo al oír al más joven de los dos felicitar a su distinguido contradictor en estos términos: "Colega, admirable esa última deposición. Jamás pensé que la viejecilla tuviera tanto para dar. La veía tan delgada y frágil que nunca imaginé que sería capaz de deponer con la solidez y contundencia que lo hizo. Estaba seguro que se iba a trancar, ¡pero no!, al contrario, como que en un momento tomó aire y se destapó soltándolo todo. Fue tanto lo que de ella fluyó, y tan intenso el material depuesto por la abuela, que me sentí aplastado". Llegado este punto del relato la médico internista sintió que comenzaba a desvanecerse. Cuando el oficial de sala entró para llamar a la testigo la encontró desmayada en el suelo, cubriendo su boca con un pañuelo de tela demasiado corto para frenar lo que su garganta ya había expelido.

 

XXII.- (Embargo). Por fin comprendió qué era un embargo. Descubrió que nada tenía que ver con aquellas definiciones memorizadas para aprobar su examen de grado. Esta vez fue la vida y no la academia la que se encargó de enseñarle esta verdad. Más bien, fue la muerte. Desde cuando enviudó supo de la voracidad de la melancolía entrando cual receptor judicial a cada habitación para llevarse de allí lo que más amaba. Cada tarde este magistrado vivía la experiencia de regresar al hogar donde la nostalgia le esperaba en la puerta, hambrienta y urgida por clavarle los colmillos en la memoria y envenenar sus recuerdos. En esos momentos trataba de leer para espantarla con algún argumento. Nada. Todo era en vano. Sin su mujer pocas fuerzas le quedaban para seguir respirando. Entonces una mañana llegó a su despacho. Tuvo frente así la enésima demanda ejecutiva de la semana interpuesta por un mismo banco contra otro deudor moroso. No se confundió ni lo pensó dos veces: rechazó de plano la petición de ejecución y embargo. 

 

XXIII.- (Meñique). Estaba agotada. Éste fue un viernes de furia. Ser una postulante en práctica durante el verano santiaguino tiene su costo. Apenas se abrieron las puertas del metro buscó un rincón vacío dentro del vagón. Lo encontró. Apoyó su espalda contra la puerta cerrada de la cabina del conductor. Se deslizó hacia abajo entre suspiros y una queja. Echó la cabeza hacia atrás, cerró sus ojos y apoyó sus palmas extendidas sobre el suelo. Una voluminosa y distraída señora que calzaba un zapato de taco corto y grueso aplastó el dedo meñique de la cansada señorita. Al diablo la paz interior. Fue tal el dolor que sintió que en apenas un cuarto de segundo se abrió delante de ella un paréntesis de tiempo. Fue transportada a la primera instancia de un juicio civil para conseguir una indemnización millonaria por la desgracia sufrida. “La elefanta esa me reventó mi dedo chico. (“Lo tarjado vale, Señoría”). Quise decir que la dama en cuestión se condujo sin cuidado y no se dio cuenta dónde puso su pie” – reclamaba ella como demandante. “Objeción, Señoría. La mocosa se pasa de lista y me tiene por tonta. (“Lo tarjado vale, Señoría”). Quiero decir que el relato es inverosímil y que la actora deberá probar cada uno de sus dichos”- se leyó en la contestación. “Le juro por mi abuelita que en paz descansa que me dolió caleta, Señoría”- dijo la postulante en su réplica. “Soy inocente, Señoría. En mis años mozos fui bailarina de ballet y sé muy bien cómo pisar y por dónde caminar”- concluyó la demandada en su dúplica. Durante el término probatorio la actora aportó un envase de parche curita callejero, el testimonio del haitiano que le vendió la botella de agua mineral donde remojó su dedo y una copia simple de la selfie que se tomó y subió al Instagram con la leyenda “¡cagada de dolor!”. Citación para oír sentencia (¡uh, qué miedo!). Fallo (¡ay, qué emoción!). “Que por haberse expuesto la demandante de forma temeraria al daño que alega, y sabido que el espíritu de don Andrés Bello se ofende al ser invocado para insuflar aliento de vida en medio de un valle de huesos secos, se rechaza la demanda y se condena en costas a la actora por resultar del todo vencida y carecer de motivos plausibles para litigar”. Despertó. Abrió los ojos. “¿Le dolió mucho, mijita?”- le preguntó la elefanta a la cachorra del derecho. “Ándate lejos, vieja tal por cual”. (“Lo tarjado vale, Señoría”). “Quiero decir: no, señora. La culpa ha sido mía”. Y tragándose el dolor acabó la jurista puesta en pie y lavando su dedo con su propia saliva. 

XXIV.- (Alegato). Ayer alegué por primera vez ante una Corte. Y hoy desperté sintiéndome como ese único gladiador que sobrevivió a un combate feroz. Es que me lancé con lo que tenía a mano. Llevo tres meses de práctica profesional y hasta aquí sólo veo problemas sin solución. Mi tutor me dio apoyo moral y hasta prometió que iba a orar al Señor por mí. Pero no me dio una sola idea ni me dijo siquiera a qué hora presentarme. “Llegó muy temprano, joven” – me señaló el gendarme al verme a las seis y cuarto de la mañana parado frente al pórtico principal. No supe qué responderle. Le sonreí. Mi única preparación fue haber ido la semana pasada como acompañante de Federico Soto, quien alegaba por segunda vez y se autoproclamaba un experto en la materia. Error: Soto me pareció el perfecto modelo de todo lo yo no estaba dispuesto a hacer cuando llegara mi momento. Empecé mi disertación apenas la presidenta me dio la palabra. Quise servirme un vaso de agua, pero el jarrón me resultó demasiado pesado para levantarlo con una sola mano. Ni modo: con la lengua seca, nomás. En mi nerviosismo confundí las hojas que preferí no corchetear. De pronto me hallé dando por sentado conclusiones que nunca expliqué. Reculé. Hacia el final intenté ser profundo y dejar en el aire una idea que golpeara la conciencia de los ministros. Busqué entre mis archivos mentales algo de Cervantes, Borges o Vargas Llosa. Fracaso. (“Disculpe, Señoría, se me cayó el sistema”). Acabé citando al trovador de Guatemala. Noté perplejidad en la cara de la relatora. Volví a recular. Hice un segundo intento por levantar el desgraciado jarro de agua, pero ahora me pareció incluso más pesado que antes. Sentí que los segundos se me iban y aún no estaba alcanzando a rozar mi pretensión final. Me apuré. Por fin llegué. Declamé entonces con la misma solemnidad demostrada en un acto cívico del colegio cuando me pedían cantar el himno nacional: “por lo tanto pido, a Su Señoría, revocar la resolución impugnada y, en su lugar, concederme una copia autorizada de la única foja que le falta a mi expediente”. Y, tal como Federico me enseñó, con elegancia y estilo me mordí la lengua para no decir: “¡amén!”

 


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