Mientras
masca su chicle, Lara mira a Lira. Ambos llevan unos minutos dándole vueltas
al asunto de la fuga. Pero, está claro, no podrán hacerlo sin la asistencia de
Arellano y Orellana, esa dupla de guardianes sobornables con apenas unos pocos
caramelos. Por desgracia para ellos, no cuentan hoy con los servicios inigualables
de Caco, un maestro en la imitación de voces. El pobre Caco ha perdido la
voz por una gripe feroz que lo tiene en cama. Está afónico. Tanto así que lo
llaman el Cacofónico. Y sin él, Lara y Lira no soportan más el encierro y han
tomado la firme decisión de emprender la retirada. No serán los primeros. Ya
antes se fueron Salgado y Delgado e, incluso más temprano todavía, Gordillo y
Delgadillo. ¿Y esos cómo lo hicieron? ¿Por qué escaparon sin contar los
trucos? Y así se la llevan todo el rato: “Oye, Lira”, “Sí, Lara, dime”, “¿Cuándo
nos largamos de aquí, Lira?”, “Pucha, Lara, no lo sé”, “Mala cosa, Lira”, “Sí,
Lara, así no se puede”. Por su parte, Arellano y Orellana esperan pacientes en
la puerta que los vengan a sobornar: son baratos, se conforman con poco, y
hoy, en especial, con menos de lo normal. ¿Será que Lara y Lira cuentan con que
Caco supere su afonía? ¿Pensarán que Salgado y Delgado los vendrán a rescatar?
¿Habrán puesto sus esperanzas en lo que Gordillo y Delgadillo puedan gestionar
desde afuera? “Oye, Lira”, “¿Qué pasa, Lara?”, “¿Será que nos tendremos que aguantar aquí hasta el final, Lira?”, “Chuta, Lara, parece que así nomás será”.
Y la campana sonó. Y todos regresaron del patio. Y los desdichados Lara y Lira
se quedaron sin recreo. Y todo por su incapacidad poética: se les olvidó el último
verso del poema que debían memorizar y entonces el maestro, don Justo
Severo, los castigó. “Es que no rimaba con nada”, se quejan los bandidos.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Indefiniblemente bueno.
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