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Eustaquio (1)


Ella: “¡viejo aburrido!”. Él: “¡mocosa malcriada!”. Ella: “si no fuese por mi mamá, sepa que yo no estaría aquí frente a usted perdiendo mi tiempo”. Él: “pobre de tu santa madre, la compadezco, ¡no sé cómo te soporta!”. Ella: “no quiero estar aquí, ¡por favor!, que alguien venga a sacarme”. Él: “haría cualquier cosa para que ahora mismo levantaras tus asentaderas de esa silla y salieras de mi oficina dejándome en paz”. Ella: “usted viste mal, sus anteojos lo afean un montón y, para colmo, habla tan raro que no sé si hay alguien que entienda lo que quiere decir”. Él: “tus tatuajes me demuestran la furia que llevas dentro y lo pronunciado de tu escote exalta ese busto gigantesco que insiste en imponerse al mundo con violencia”. Ella: “sus muchos diplomas colgados en la pared no me impresionan y le apuesto que de todos los libros que abundan en esta oficina usted no ha leído más que las portadas y los índices”. Él: “algo me dice que tuviste serios problemas con los números, las letras, las artes, las ciencias y los deportes… ¿podrías hilar una sola idea sin contradecirte?”.

Así iban y venían los pensamientos entre uno y otro. Transcurrían los segundos. No se cruzaban palabras y, por debajo de las aguas, se lanzaban misiles de grueso calibre. Las miradas fijas entre los dos estaban ya por degenerar en una mutua incomodidad. Esto pintaba para un fracaso rotundo de la diplomacia.

Afuera, en la sala de espera, abundaba la luz del sol y el calor incipiente de esa mañana veraniega producía un ambiente agradable y amistoso. Y lo mejor de todo era la conversación que con alegría sostenían Eduviges, la secretaria evangélica de Eustaquio Galleguillos, con la señora Peralta, mamá de Ramona Guerra, la jovencita aquella que en estos mismos instantes hacía sufrir al abogado dentro del despacho. “Qué buena idea tuvo, señora, de traer a su niña a escuchar el consejo de don Eustaquio. Seguro que será una bendición para ella” – afirmaba la secretaria con una sonrisa en sus labios mientras le entregaba un vaso de agua fresca a la madre de Ramona. “Sí, fíjese. Yo pienso lo mismo” – acotó a reglón seguido la señora Peralta. Y dijo más: “apenas la Ramoncita comentó allá en la casa que estaba pensando qué hacer con su vida al salir del colegio, me acordé de inmediato del señor Galleguillos. Nunca olvidaré el empeño que él puso para sacar a mi marido de la cárcel. Oiga, si cuando lo escuché alegar en la Corte pidiendo la libertad para el papá de la Ramoncita, además de que me hizo llorar a moco tendido, supe que él era un hombre muy leído, algo filósofo y con un corazón grande y profundo”. Lo meloso del comentario quedó flotando en el aire, pero Eduviges no desaprovechó la oportunidad para juntar sus manos y bendecir al Señor con un apasionado “¡gloria a Dios!”.

Adentro, en la oficina de Eustaquio, los titanes del ring estaban algo más calmados y habían superado la barrera de los saludos protocolares. “Me dijo que su nombre es Ramona, ¿verdad?” – preguntó Galleguillos para siquiera empezar a romper el hielo. “¡Qué lata! Es de los viejos que me tratan de usted” – pensó ella. “Sí, caballero. Me llamo Ramona” – respondió la joven llevándose el pelo hacia atrás con una mano y dejando ver su antebrazo desnudo saturado de tatuajes y pulseras de colores. “Y bien, señorita, dígame, pues, en qué puedo servirle” – fueron las palabras de Eustaquio que no hicieron más que reforzar en la mente de Ramona su convicción de que se hallaba frente a un sujeto de otra época. Ella dejó pasar unos segundos sin emitir sonidos. “¿Me puedo parar?” – preguntó la joven. Eustaquio se sorprendió al constatar que ella fuese capaz de pedirle permiso antes de moverse con libertad dentro de su oficina. Le gustó ese gesto. “Sí, por supuesto. Adelante” – y con un movimiento de su mano la invitó a ponerse de pie. “No sé, caballero. No sé qué decirle y no sé que hago aquí. Todo esto fue una puta idea de mi mamá” – afirmó Ramona parada frente al ventanal de la oficina de Eustaquio y achinando un poco sus ojos para prolongar la vista hacia el horizonte. Ese perfil dejaba en evidencia el lado rapado de su cabellera y a la vez resaltaba los abultados senos de la chica. Galleguillos aceptó seguir el juego y volteó su mirada hacia los libros de su biblioteca. Y así quedaron dándose la espalda el uno al otro. Quizás fue la única manera que encontraron para darse una tregua y echar a andar el proceso de transformar sus pensamientos en palabras.   

“Señora Peralta, ¿le sirvo otro vaso de agua o más bien prefiere un café?” – le preguntó Eduviges a la madre de Ramona, a quien sentía cada vez más cercana e íntima. “Le acepto su café, oiga” – le respondió contenta su nueva amiga. “¿Le molesta si pongo algo de música? Es que justo me acordé de una alabanza que le quiero dedicar” – dijo la secretaria lista y dispuesta frente al computador para buscar en el YouTube una canción sobre las encrucijadas que sufren los padres cuando los hijos deciden dejar el hogar. “Claro, señorita. Póngala, no más. Pero, no se asuste, mire que no es para tanto. La Ramoncita no está pensando en irse de la casa. Pasa que le llegó el momento de salir del colegio y ahora le toca preguntarse para dónde va la micro, ¿me entiende?” – concluyó la señora Peralta. “Sí, perfectamente. Pero igual esta canción le va a ayudar. Por favor, escuche la letra” – sentenció Eduviges con los ojos cerrados y aumentando el volumen de los parlantes para que su audiencia cautiva no se perdiera del mensaje.

“Ramona, ¿qué le gustaría hacer cuando termine la secundaria? ¿Qué hay en su corazón?” – fue la interrogación de Eustaquio. La joven detectó al instante que él se esforzaba por cuidar los modos y los tonos para que esta conversación fluyera de manera apacible. Se allanó a la banderita blanca de su enemigo. Además, le gustó que él le preguntara por eso del corazón en vez de consultarle sobre qué es lo que había pensado. Ella era un dique de contención que estaba llegando con rapidez a su máxima capacidad de resistencia. Claro que le hubiera gustado soltar lo que llevaba adentro. Pero ésta no era su manera y tampoco su momento. ¿Por qué sincerarse con un desconocido? ¿Quién le aseguraba que Galleguillos sí sería una persona en quien podía confiar? (Y, encima, ¡sin cervezas, cigarros ni fogatas de por medio como había disfrutado en sus viajes de mochilera!) “¿De verdad quiere saber qué hay en mi corazón? ¿En serio le interesan los años cuando mi papá estuvo preso y pasé mucho tiempo sola en la casa porque mi mamá trabajaba todo el día? ¿Le importan acaso las ofertas de mi vecino de pagarme los estudios a cambio de acostarme con él cuando su señora salga de compras? ¿Qué hará usted cuando le diga que mi abuelo era el único hombre decente que conocí y de la noche a la mañana murió de un derrame cerebral?” – cavilaba Ramona dentro de sí en cuestión de segundos. Al final abrió su boca para decir: “Nada, caballero. Nada. Mi corazón está vacío”.

Eduviges estaba a punto de sacar la Biblia que siempre llevaba dentro de su cartera para leerle a la señora Peralta algunos proverbios del rey Salomón, cuando de pronto, después de cuarenta y cinco minutos de encierro, se abrió la puerta del despacho de su jefe. Salió Ramona. Su cara se apreciaba parca y sin vida, tanto que a Eduviges se le borró su eterna sonrisa. Detrás apareció Galleguillos denotando cansancio. “Señora Peralta, – dijo él- valoro la confianza de haber venido hasta aquí y le agradezco la posibilidad concedida de haber conocido a su hija”. La madre recibió a su niña con un abrazo como si ella viniese saliendo de una operación que la tuvo al borde de la muerte. La chica reaccionó de mala manera. “¿Qué te pasa, mamá? No me gusta cuando me abrazas en público”, reclamó Ramona en voz baja, con la mirada hacia el suelo y alejándose de los brazos maternales. “Hasta pronto, Ramona. Ya sabe dónde ubicarme. Puertas abiertas para usted” – le dijo Eustaquio al momento de la despedida. “Chao”, fue todo lo que obtuvo por respuesta de parte de la joven quien parecía estar más interesada en volver a encender su teléfono móvil guardado dentro de la mochila que su madre había custodiado todo el rato que duró la entrevista.

Al salir la madre con la hija, la secretaria le preguntó a su jefe si acaso quería que orara por él allí mismo. “No, gracias. Es usted muy amable, Eduviges. Sólo le pido que por una hora no me pase ninguna llamada” – le contestó Galleguillos con cierta galantería y regresó a su oficina cerrando la puerta tras de sí. Eduviges insistió desde afuera y en voz alta: “¡Don Eustaquio, disculpe que me meta! Pero, ¿se siente usted bien?”. Luego de unos segundos sin respuesta, Eustaquio sacó la voz desde el otro lado: “¡Sí, Eduviges! Estoy vivo y en paz. Nada más quiero pensar un rato. Es todo. Cambio y fuera”.

Y mientras desde su escritorio la secretaria elevaba una plegaria al Señor en favor de su atribulado jefe, el abogado navegaba entre los archivos de su memoria buscando respuestas a preguntas obvias: ¿por qué escogí esta carrera?, ¿quién me dijo que las desgracias son para los otros y no para mí?, ¿cómo fue que llegué hasta aquí?

 

 

 

Comentarios

  1. Bien!!! Este capítulo no lo había leído...
    Había quedado en el anterior...
    Está bakan!!! Los demás personajes ya están tomando forma!
    Esperaŕé el próximo capítulo!

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