Eustaquio nació en febrero en las vísperas
del día de los enamorados. “Para nada romántico, hijo mío” – le confesaría años
después doña Eulogia, su respetada señora madre, con ese melodramatismo tan
suyo e irrepetible. Ella era una dama inteligente y divertidísima que solía
contar, para el deleite de sus oyentes, los episodios de la vida ordinaria como
si fueran parte de una graciosa comedia. Poseía un agudo sentido de observación
y una notable destreza para echar mano a los personajes del libro que estuviera
leyendo en ese momento con tal de avivar la conversación. “Mientras yo te paría
con dolor, tu padre tuvo que quedarse en la casa atendiendo otras urgencias. Y
en el instante cuando ya venía verme, lo notificaron de una desgracia”, le
explicaría doña Eulogia al único fruto de su vientre y éste siempre le
correspondería con los ojos bien abiertos. Ocurrió que ese día cuando –“¡por
fin!”- don Aurelio Galleguillos se alistaba para abordar su escarabajo y
manejar raudo hacia la clínica, fue reconocido por un inoportuno receptor
judicial que desde hacía varios días le seguía las pisadas. En el acto le
entregó un legajo de papeles con abundantes firmas, timbres, membretes y estampillas.
Sin leer una sola página del requerimiento don Aurelio empezó a temblar por la
potencia del momento. “Y ahí estaba tu padre, Eustaquio mío, con la misma cara
de Lucho Barrios cuando cantaba ‘déjeme tranquilo, señor abogado, no quiero
defensa, prefiero morir’” – seguía diciéndole su madre. Encima, el malo del
receptor había mirado su reloj para reforzar la advertencia de que a partir de
ese minuto comenzaba a correr un plazo para que el señor Galleguillos explicara
cómo fue que, durante los meses que ejerció una jefatura suplente en una
repartición pública, el Fisco acabó siendo burlado en varios millones de
pesos. “¡Imagínate, Eustaquio!” –recordaba doña Eulogia con la boca llena de
risa- “si hasta faltaba papel para que cupieran los muchos ceros que llevaba la
deuda fiscal. Y tu padre allí: ¡noqueado en la conciencia, anulado a decir
basta e incapaz de escribir su propio nombre en el acta de notificación!”– se
reía ella de manera deliciosa, mientras con ternura acariciaba la cabeza de su
marido. Y luego, con sorna, solía remachar: “Sí, Eustaquio de mi corazón, tu
padre, ¡tu santo padre!, el hombre que creyó de buena fe que jugaba el rol de un
funcionario público al servicio de su país, el mismo que se sentía un verdadero
Robin Hood para los pobres de la patria, ahora veía cómo el salvaje Leviatán venía
por él abriendo sus fauces para comérselo sin esfuerzo como a un sencillo y
modesto canapé de paté”.
Tamaña disertación maternal fue sembrando en
la mente infantil de Eustaquio la intuición de que a falta de justicia
bienvenido era lo absurdo, lo chiflado y lo arbitrario, intuición que más tarde
-primero en los patios del colegio y luego en los pasillos de la facultad- buscaría
alimentar interrogando a sus profesores y leyendo algunas páginas de Kafka y
Camus.
“Pero, eso no es todo, mi niño amado” –
proseguía inspirada doña Eulogia, a quien, una vez iniciada su parodia sobre
las desventuras de su marido, no había modo de hacerla callar. “Cuando tu
desdichado padre logró superar su honor mancillado por esa infeliz notificación
fiscal, se embarcó de una buena vez en el escarabajo para venir a toda
velocidad a estar conmigo en la clínica y contemplar tu bello rostro”. A estas
alturas la madre gozaba generando en su auditorio una sensación muy similar a
ese dolor indescriptible que se experimenta cuando uno lee sobre el nacimiento
de Oliver Twist. Así como con cada palabra de Dickens uno se va hundiendo cada
vez más en la tristeza, pero a la vez surge el morbo de saber a dónde va la
historia, así también la madre de Eustaquio cautivaba la atención de su público
de turno con las desventuras que padeció su marido apenas llegó al lugar donde
había nacido su hijo. “Y bueno, con el apuro que Aurelio llegó no tuvo la
paciencia necesaria para buscar con calma un estacionamiento libre donde
aparcar su escarabajo. Prefirió pasar de largo e ir más allá de la clínica con
tal de asegurarse de inmediato un espacio desocupado. Y fíjate, Eustaquio, que sí
lo encontró” – decía ella casi mordiéndose los labios para no estallar por
enésima vez en la carcajada irrefrenable que le brotaba llegado este punto del
relato. “Lo encontró: era un espacio vacío y sin moros en la costa. Buscó la
sombra de un árbol para evitar el recalentamiento del sol veraniego y allí se
estacionó ante las miradas de unos pocos escépticos que había en ese desocupado
rincón. Bajó entonces tu padre del vehículo con el pecho hinchado no sólo
porque tú –“¡su gran varón!”- habías llegado a este mundo, hijo mío, sino también
porque en el fondo de su corazón él se sentía como Rodrigo de Triana cuando le gritó
a Colón ‘¡tierra a la vista!, ‘¡tierra a la vista!’ ¿Por qué? Todo por haber
dado con un lugar donde podía estacionar su vehículo sin tener que pagar tarifas ni
depender de que otros le cedieran el espacio después de un largo tiempo de
espera”. Sin importar cuántas veces antes Eustaquio había oído esta historia,
volvía a disfrutar del histrionismo de su madre y de las caras que iba
colocando su padre cuando los recuerdos se salvaban del olvido. “Caminaba
entonces con alegría nuestro descubridor de nuevos continentes, directo y
decidido a ingresar a la habitación donde yo te amamantaba, cuando ni bien
había doblado en la esquina de la primera cuadra, aquellos mismos sujetos que
para su sorpresa lo vieron estacionar delante de sus propios ojos, no
desaprovecharon la soledad para romperle al escarabajo las lunetas traseras,
abrirle las puertas, revisarlo por arriba y por abajo y vaciarlo de todo lo que
se pudiera revender siquiera a una chaucha en el mercado persa”. Aquí la madre
soltaba el relato para dejar que estallaran las risas, los abucheos o los aplausos
de sus oyentes. ¡Éxito comprobado!
Eustaquio llegó a convertirse en un adulto
escuchando con frecuencia estas memorias que, como era de suponer, de tiempo en
tiempo iban siendo aumentadas con los condimentos y aderezos habituales de
aquellas historias que pasan de una generación a otra. Pero pese a las
ediciones y actualizaciones sobre lo que de veras había ocurrido el día cuando
él nació, esos recuerdos acabaron condicionándolo para lo que vendría después. En
más de una oportunidad se preguntó por el sentido de ese robo cometido contra
su nueva familia antes de que hubiera cumplido sus primeras veinticuatro horas
de existencia. De temprano empezó a sospechar -aun sin ser capaz de
verbalizarlo- que la vida tenía mucho que ver con buenas y con malas noticias,
unos días en el más de allá de las casas vecinas, y otros días en el más acá de
la nuestra. Sentada esa premisa como algo válido no pasó mucho tiempo hasta
cuando oyó a su padre comentar en una cena familiar levantando una copa de
vino: “¿Quién nos convenció de que las desgracias serían siempre para los demás
y jamás para nosotros? ¡Salud por el desengaño!”
Hoy, que regresaba a su departamento de
soltero después de una tarde en la oficina como aquella que le hizo vivir la
hija de la señora Peralta, volvió por alguna razón a rememorar la historia
tantas veces contada por su madre Eulogia. Era notorio que la presencia de
Ramona Guerra esa mañana en su despacho lo había perturbado. La chica le había
hecho sentir y pensar muchas cosas. Sus rabias, sus tatuajes, sus palabrotas,
sus elocuentes silencios y hasta su escote perturbador se le representaban como
una ecuación bien encriptada y de muy difícil solución, cuando no imposible, al
menos para él. Si bien por un lado se arrepentía de haber accedido al favor
solicitado por la señora Peralta (“sea buenito, don Eustaquio, y converse un
poco con la Ramoncita, mire que ella y yo se lo vamos a agradecer”), por otro lado,
sabía que ese encuentro tan falto de reglas de etiqueta, no dejaba de ser una
de aquellas lecciones que la vida regala cuando uno menos lo espera ni lo
merece.
Eustaquio descendió al metro subterráneo,
pero optó por salir unas estaciones antes de llegar a su parada habitual. El
atardecer del verano lo invitaba a caminar las últimas cuadras previas a su
domicilio. Le compró a un ambulante un agua mineral sin gas y con gusto se dejó
aplastar por las sombras de esos enormes árboles plantados en ambas veredas de
las calles. Con sus miles de hojas verdes agitadas por la brisa, esas plantas
de troncos gruesos y elevados se estaban convirtiendo en sus mejores
confidentes. Le gustaba caminar contemplando los ciruelos de flor, las robinias
y los jacarandás. Rodeado por ellos se sentía que atravesaba por un túnel
natural que lo conducía a una morada donde podría refugiarse por unas horas de
los ruidos de su acelerada y desquiciada ciudad. Tan absorto estaba en sus
pensamientos que ni cuenta se dio que ya estaba insertando la llave en la chapa
de su departamento.
Al abrir la puerta vio a Dolo, su gato
blanco con manchas anaranjadas, apareándose contra uno de los cojines del sofá.
Eustaquio se abstuvo de ser bullicioso en su ingreso para no distraer a la
fierecilla del placer de burlar a la naturaleza con esa ilusoria manera de
calmar sus instintos. Con sus felonías Dolo era capaz de alegrarle y complicarle la vida:
mordía las piernas de sus visitas, maullaba durante la madrugada, volcaba el
agua de los floreros, rasguñaba las persianas de los dormitorios y robaba lo
que se pusiera en la mesa apenas el comensal se descuidara. Cuando meses atrás Eustaquio
viajó al extranjero por un par de días para participar en un congreso de
profesores de derecho penal, su madre fue la encargada de cuidar al peludo ser.
A su regreso, doña Eulogia le comentó a su hijo que Plutón –“lo recuerdas, ¿no?
El gato creado en la imaginación de Edgard Allan Poe”- era un animal bueno,
noble, cuyo nombre nunca mereció quedar asociado a un relato de terror. En
cambio, Dolo sí había sido capaz de ingresar a las casas vecinas -¡quién sabe
cómo!- para acometer sus fechorías. Y la
única vez que Eduviges visitó el departamento de su jefe, el felino rozó con
una de sus garras la pantorrilla derecha de la secretaria corriéndole la panti.
En su ira evangélica ella se quejó: “Don Eustaquio, con mucho respeto le digo que ni
por las profecías de Ezequiel ni por el Apocalipsis de Juan estaba preparada
para la llegada de una bestia como ésta que se hace pasar por su mascota”.
Al cerrar sus ojos, el último
pensamiento que cruzó por la mente de Eustaquio fue qué diantre sería lo que
iba a soñar esa noche Ramona Guerra, que de Ramoncita tenía bien poco. Antes de
caer rendido en la inconciencia alcanzó a sentir vergüenza por entrometerse en
la psiquis de la chica.
Ay! Yo soy Fans de Eustaquio!
ResponderBorrarNo vas a subir los primeros capítulos?
Wena novela!