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Eustaquio (3)


El despertador timbraba y vibraba. Dolo y Eustaquio reaccionaron al mismo tiempo. El gato se estiró y saltó de la cama. Su dueño trató de hacer lo mismo, pero sin la agilidad ni la destreza del animal. Luego, ambos fueron juntos al baño y de ahí caminaron directo a la cocina.

El felino maulló exigiendo que su amo le cambiara el agua y le rellenara los pellets en ese par de envases de helado que ahora servían como platos para la mascota. Esta pareja se conocía bien y jugaban de memoria. Cada mañana la misma ceremonia.

Eustaquio puso a hervir el agua filtrada para el café y encendió el pequeño horno eléctrico de la cocina para calentar el pan. Minutos después, y mientras el grano molido teñía de color el interior de la cafetera francesa y la mantequilla se derretía sobre la marraqueta recién horneada, él repasó la agenda del día. No tenía urgencias, audiencias judiciales ni clientes que atender.

El aroma del café despertó en su memoria los recuerdos de esos clientes extranjeros que lo habían visitado con frecuencia en los últimos meses. Colombianos, venezolanos, dominicanos y algunos cubanos llegaban a su despacho acarreando sus problemas migratorios y más de uno, al momento de las confesiones, soltaba con nostalgia el deseo por el café de su tierra, tan distinto a ese polvo enclaustrado en tarros metálicos con coloridas etiquetas publicitando el fraude del sabor instantáneo.

Desayunó. Limpió el baño de Dolo. Regó las pocas plantas que tenía en la terraza (“El calor es salvaje”, pensó. “Parece que Greta Thunberg tiene razón”). Se duchó. Recogió el diario de la puerta de su departamento y sin leer siquiera el titular principal de la portada, lo guardó dentro del bolso de cuero. Y antes de echar a caminar hacia el metro le envió un mensaje de texto a Eduviges anticipándole que llegaría pasadas las diez de la mañana (“Si me necesita, no dude en hacérmelo saber por esta misma vía”, era su frase de rigor cuando se trataba de coordinar con su secretaria los ingresos tardíos a la oficina).

Estaba inquieto. Era evidente: la hija de la señora Peralta lo había remecido con los comentarios y las preguntas que hizo al pasar. Ella no se dio cuenta del impacto de sus palabras. Y él, con su mejor cara de nada, le impidió saber que su diatriba contra el sistema estaba golpeando demasiado cerca del centro de sus convicciones. Optó por refugiarse en el silencio. No supo qué responderle. Ella podía ser una adolescente inmadura y caprichosa, pero, al menos por un instante, logró clavar en él una mirada que le pareció brutalmente sincera.

Algo había en Ramona Guerra que lo llevaba a regresar al joven que veinticinco años atrás se había matriculado en una escuela de derecho. Hoy vestía de terno y corbata, pero en esos primeros días rayó las puertas de los inodoros, las mesas de la biblioteca y las servilletas del comedor de estudiantes con frases incendiarias y eslóganes de vida o muerte. Lo suyo nunca fue dibujar penes ni buscar la enésima acepción para referirse al falo. Sus interrogaciones eran honestas. Para muchos de sus compañeros a ratos él se volvía un sujeto latoso y aguafiestas. Pero él defendía -en silencio y a su manera- la posibilidad de hacerse las preguntas que por años llevaba escondidas en su equipaje.

Ramona se había plantado en su camino como un espejo retrovisor que lo forzaba a recordar que él también había dudado -y buscado saber- si acaso existía algún sentido en medio de lo absurdo (“en medio de la mierda, caballero, ¡mierda! ¡Atrévase a llamar las cosas por su nombre! Dígalo: ¡m-i-e-r-d-a!”, fue el modo usado por ella para comunicar la misma idea).

En la calle, Eustaquio usó los primeros momentos de esa mañana para pasar a una librería. Tenía una idea en la cabeza y estaba dispuesto a ejecutarla. “Volveré a escribir” – se dijo. Dicho y hecho. Se programó para regresar al ejercicio del hombre desnudo que con sólo un lápiz se acerca a un cuaderno en blanco a librar las batallas que atormentan su mente. Se sentía como el viejo futbolista que de pronto vuelve a calzar un par de botines, o -más romántico aún- como ese boxeador ya retirado y con años fuera del cuadrilátero que decide volver a las lides (¡para el susto de su mujer y sus hijos!).

Escribir no era algo que se le diera fácil. Sabía, por cierto, de escritos judiciales, de informes en derecho, de memorándums para su jefatura (no en vano trabajó para el Estado) y de cientos de correos electrónicos enviados cada semana en un tono serio y formal. Pero ahora su desafío era distinto. No escribiría para los otros. El único tribunal sería su conciencia y el único auditorio, él mismo. Así que de nada le servían aquí las falacias, los lugares comunes, los argumentos probados y las frases para la galería.

Hubo veces cuando quiso ser poeta. ¿Los resultados? Los peores. Según él, había llegado un momento en su existencia cuando ya no podía seguir viviendo si antes no escribía un poema. El corazón le ardía. Hizo entonces el mismo ejercicio que esta mañana se proponía retomar: tomó un lápiz y un papel. Escribió. Se suponía que de allí tenía que nacer algo poético. Pero, cual rey Midas (que todo lo toca y lo transforma en otra cosa) y al contrario de él (que todo lo convierte en un metal precioso), Eustaquio escribía poemas con gusto a querella y rimas con sabor a demanda. Y, al revés, cuando comparecía ante un estrado judicial, sus contrapartes lo insultaban con la peor de las groserías: "colega, ¡todo cuanto usted alega es pura poesía!".  

Roberto Bolaño le había enseñado que los poetas eran esos seres que iban de boliche en boliche tomando café con leche, viviendo y escribiendo. Eustaquio sabía poco y nada de los lugares donde uno podía sentarse a pensar, soñar y recordar con un lápiz atrapado entre los dedos. Pero sí estaba dispuesto a beber incontables tazas de café con leche si acaso eso servía para estimular el seso y soltar las ideas.

Salió de la librería con un block de notas y un set de seis lápices de colores. Ante la incapacidad de imaginar en ese instante un café donde ir a escribir optó por dirigirse a su oficina con la intención de que Eduviges no le pasara ninguna llamada y que le derivara sólo a los clientes que llegaran de emergencia.

De haber estado allí alguno de sus colegas de seguro le habría sugerido que fuera a darse una vuelta a las cafeterías del circuito de la bohemia jurídica: “Las palmeras del faraón”, “Diosas caídas del cielo” o “Entre besos y caricias”. Pero Eustaquio era incapaz de poner un pie en esas baldosas. Lo suyo no era un reproche puritano contra los hombres que frecuentaban esos lugares ni contra las mujeres que les servían el café, sino más bien otra cosa: su incurable timidez de estar ante una presencia femenina en un escenario que no fuese su oficina, un tribunal o la academia. La única mujer que no lo encogía ni le cortaba su ánimo era -sin contar a su santa madre- la mujer cliente, la mujer jueza o la mujer estudiante. Pero todo el resto de las hijas de Eva que pueblan este planeta -¡todas sin excepción!- significaban para él un examen imposible de aprobar. Así nomás. ¡Era un medroso incurable frente a una mujer que lo mirara como hombre y no como su abogado ni su profesor!

“¡Buenos días, jefe!” – dijo Eduviges cuando lo vio ingresar a la oficina. “Sin novedades que reportar. Todo en orden y todo en paz” – le informó ella con la misma sonrisa de todos los días.

“Eduviges, le tengo una pregunta” – soltó Eustaquio después de saludarla y agradecerle su reporte. Y así como distraído, con una mano apoyada en el marco de la puerta de su oficina y la otra sosteniendo la bolsa con los productos comprados en la librería, le consultó en su calidad de experta bíblica qué le recomendaría leer teniendo en mente el caso de una persona que con urgencia necesitaba de una brújula para distinguir entre lo sensato y lo ridículo, entre las ganas de seguir viviendo o pegarse un tiro. Ellos dos se hablaban así: con un lenguaje crudo y caricaturesco, pero muy claro para ambos.

“Mire, jefe mío” – comenzó a responder Eduviges con la precisión del Google- “le recomiendo el Eclesiastés. Léalo. Le va a gustar. Allí encontrará el diario de vida de un hombre que gustó del poder, la plata y el placer y aun así despertaba cada mañana sintiéndose podrido”. Eustaquio se quedó mirándola. Tuvo la intención de hacer doble clic en lo que acababa de decir su secretaria con tanto tino y gracia, pero sospechó que eso podía costarle un sermón dominical de aquellos y ahora más bien prefería evitarlo. En cambio, acabó simplemente dándole las gracias y diciéndole que no sería necesario que ella le prestara su Biblia pues para eso estaba la internet. E ingresó Eustaquio a su despacho y cerró la puerta.

Adentro, un hombre abría una bolsa y sacaba de su interior un cuaderno en blanco recién comprado junto a un paquete de lápices de colores. Afuera, la ciudad se preparaba para otra jornada veraniega de altas temperaturas. Antes de largarse a escribir Eustaquio pensó en las plantas que regó en la mañana, se imaginó a Dolo lamiendo un poco de agua en la soledad de la cocina y trajo de nuevo a su memoria a Ramona Guerra. 

Comentarios

  1. Tú sabes que soy fans de Eustaquio. Está muy wena la novela y me cayeron super bien los personajes.
    Notables los nombres de los cafés.
    Esperaré con ansias el siguiente capítulo.
    Te recomiendo, encarecidamente, "La luna era mi tierra" a lo mejor es la reencarnación del mismo personaje.
    👏

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