El despertador
timbraba y vibraba. Dolo y Eustaquio reaccionaron al mismo tiempo. El gato se
estiró y saltó de la cama. Su dueño trató de hacer lo mismo, pero sin la
agilidad ni la destreza del animal. Luego, ambos fueron juntos al baño y de ahí
caminaron directo a la cocina.
El felino maulló
exigiendo que su amo le cambiara el agua y le rellenara los pellets en ese par
de envases de helado que ahora servían como platos para la mascota. Esta pareja
se conocía bien y jugaban de memoria. Cada mañana la misma ceremonia.
Eustaquio puso a
hervir el agua filtrada para el café y encendió el pequeño horno eléctrico de
la cocina para calentar el pan. Minutos después, y mientras el grano molido
teñía de color el interior de la cafetera francesa y la mantequilla se derretía
sobre la marraqueta recién horneada, él repasó la agenda del día. No tenía
urgencias, audiencias judiciales ni clientes que atender.
El aroma del café
despertó en su memoria los recuerdos de esos clientes extranjeros que lo habían
visitado con frecuencia en los últimos meses. Colombianos, venezolanos,
dominicanos y algunos cubanos llegaban a su despacho acarreando sus problemas
migratorios y más de uno, al momento de las confesiones, soltaba con nostalgia
el deseo por el café de su tierra, tan distinto a ese polvo enclaustrado en
tarros metálicos con coloridas etiquetas publicitando el fraude del sabor
instantáneo.
Desayunó. Limpió el
baño de Dolo. Regó las pocas plantas que tenía en la terraza (“El calor es
salvaje”, pensó. “Parece que Greta Thunberg tiene razón”). Se duchó. Recogió el
diario de la puerta de su departamento y sin leer siquiera el titular principal
de la portada, lo guardó dentro del bolso de cuero. Y antes de echar a caminar
hacia el metro le envió un mensaje de texto a Eduviges anticipándole que
llegaría pasadas las diez de la mañana (“Si me necesita, no dude en hacérmelo
saber por esta misma vía”, era su frase de rigor cuando se trataba de coordinar
con su secretaria los ingresos tardíos a la oficina).
Estaba inquieto. Era
evidente: la hija de la señora Peralta lo había remecido con los comentarios y las
preguntas que hizo al pasar. Ella no se dio cuenta del impacto de sus palabras.
Y él, con su mejor cara de nada, le impidió saber que su diatriba contra el
sistema estaba golpeando demasiado cerca del centro de sus convicciones. Optó
por refugiarse en el silencio. No supo qué responderle. Ella podía ser una adolescente
inmadura y caprichosa, pero, al menos por un instante, logró clavar en él una
mirada que le pareció brutalmente sincera.
Algo había en Ramona
Guerra que lo llevaba a regresar al joven que veinticinco años atrás se había
matriculado en una escuela de derecho. Hoy vestía de terno y corbata, pero en
esos primeros días rayó las puertas de los inodoros, las mesas de la biblioteca
y las servilletas del comedor de estudiantes con frases incendiarias y
eslóganes de vida o muerte. Lo suyo nunca fue dibujar penes ni buscar la
enésima acepción para referirse al falo. Sus interrogaciones eran honestas. Para
muchos de sus compañeros a ratos él se volvía un sujeto latoso y aguafiestas.
Pero él defendía -en silencio y a su manera- la posibilidad de hacerse las
preguntas que por años llevaba escondidas en su equipaje.
Ramona se había
plantado en su camino como un espejo retrovisor que lo forzaba a recordar que
él también había dudado -y buscado saber- si acaso existía algún sentido en
medio de lo absurdo (“en medio de la mierda, caballero, ¡mierda! ¡Atrévase a
llamar las cosas por su nombre! Dígalo: ¡m-i-e-r-d-a!”, fue el modo usado por
ella para comunicar la misma idea).
En la calle, Eustaquio
usó los primeros momentos de esa mañana para pasar a una librería. Tenía una idea
en la cabeza y estaba dispuesto a ejecutarla. “Volveré a escribir” – se dijo. Dicho
y hecho. Se programó para regresar al ejercicio del hombre desnudo que con sólo
un lápiz se acerca a un cuaderno en blanco a librar las batallas que atormentan
su mente. Se sentía como el viejo futbolista que de pronto vuelve a calzar un
par de botines, o -más romántico aún- como ese boxeador ya retirado y con años
fuera del cuadrilátero que decide volver a las lides (¡para el susto de su mujer
y sus hijos!).
Escribir no era algo
que se le diera fácil. Sabía, por cierto, de escritos judiciales, de informes
en derecho, de memorándums para su jefatura (no en vano trabajó para el Estado)
y de cientos de correos electrónicos enviados cada semana en un tono serio y
formal. Pero ahora su desafío era distinto. No escribiría para los otros. El
único tribunal sería su conciencia y el único auditorio, él mismo. Así que de
nada le servían aquí las falacias, los lugares comunes, los argumentos probados
y las frases para la galería.
Hubo veces cuando quiso
ser poeta. ¿Los resultados? Los peores. Según él, había llegado un momento en
su existencia cuando ya no podía seguir viviendo si antes
no escribía un poema. El corazón le ardía. Hizo entonces el mismo ejercicio que
esta mañana se proponía retomar: tomó un lápiz y un papel. Escribió. Se suponía
que de allí tenía que nacer algo poético. Pero, cual rey Midas (que todo lo
toca y lo transforma en otra cosa) y al contrario de él (que todo lo convierte
en un metal precioso), Eustaquio escribía poemas con gusto a querella y rimas
con sabor a demanda. Y, al revés, cuando comparecía ante un estrado judicial,
sus contrapartes lo insultaban con la peor de las groserías: "colega, ¡todo
cuanto usted alega es pura poesía!".
Roberto Bolaño le había enseñado que los poetas eran esos seres que iban
de boliche en boliche tomando café con leche, viviendo y escribiendo. Eustaquio
sabía poco y nada de los lugares donde uno podía sentarse a pensar, soñar y
recordar con un lápiz atrapado entre los dedos. Pero sí estaba dispuesto a
beber incontables tazas de café con leche si acaso eso servía para estimular el
seso y soltar las ideas.
Salió de la librería con un block de notas y un set de seis lápices de
colores. Ante la incapacidad de imaginar en ese instante un café donde ir a
escribir optó por dirigirse a su oficina con la intención de que Eduviges no le
pasara ninguna llamada y que le derivara sólo a los clientes que llegaran de
emergencia.
De haber estado allí alguno de sus colegas de seguro le habría sugerido
que fuera a darse una vuelta a las cafeterías del circuito de la bohemia
jurídica: “Las palmeras del faraón”, “Diosas caídas del cielo” o “Entre besos y
caricias”. Pero Eustaquio era incapaz de poner un pie en esas baldosas. Lo suyo
no era un reproche puritano contra los hombres que frecuentaban esos lugares ni
contra las mujeres que les servían el café, sino más bien otra cosa: su
incurable timidez de estar ante una presencia femenina en un escenario que no
fuese su oficina, un tribunal o la academia. La única mujer que no lo encogía
ni le cortaba su ánimo era -sin contar a su santa madre- la mujer cliente, la
mujer jueza o la mujer estudiante. Pero todo el resto de las hijas de Eva que
pueblan este planeta -¡todas sin excepción!- significaban para él un examen
imposible de aprobar. Así nomás. ¡Era un medroso incurable frente a una mujer
que lo mirara como hombre y no como su abogado ni su profesor!
“¡Buenos días, jefe!” – dijo Eduviges cuando lo vio ingresar a la
oficina. “Sin novedades que reportar. Todo en orden y todo en paz” – le informó
ella con la misma sonrisa de todos los días.
“Eduviges, le tengo una pregunta” – soltó Eustaquio después de saludarla
y agradecerle su reporte. Y así como distraído, con una mano apoyada en el
marco de la puerta de su oficina y la otra sosteniendo la bolsa con los
productos comprados en la librería, le consultó en su calidad de experta
bíblica qué le recomendaría leer teniendo en mente el caso de una persona que
con urgencia necesitaba de una brújula para distinguir entre lo sensato y lo
ridículo, entre las ganas de seguir viviendo o pegarse un tiro. Ellos dos se
hablaban así: con un lenguaje crudo y caricaturesco, pero muy claro para ambos.
“Mire, jefe mío” – comenzó a responder Eduviges con la precisión del
Google- “le recomiendo el Eclesiastés. Léalo. Le va a gustar. Allí encontrará
el diario de vida de un hombre que gustó del poder, la plata y el placer y aun
así despertaba cada mañana sintiéndose podrido”. Eustaquio se quedó mirándola.
Tuvo la intención de hacer doble clic en lo que acababa de decir su secretaria
con tanto tino y gracia, pero sospechó que eso podía costarle un sermón
dominical de aquellos y ahora más bien prefería evitarlo. En cambio, acabó
simplemente dándole las gracias y diciéndole que no sería necesario que ella le
prestara su Biblia pues para eso estaba la internet. E ingresó Eustaquio a su
despacho y cerró la puerta.
Adentro, un hombre abría una bolsa y sacaba de su interior un cuaderno
en blanco recién comprado junto a un paquete de lápices de colores. Afuera, la
ciudad se preparaba para otra jornada veraniega de altas temperaturas. Antes de
largarse a escribir Eustaquio pensó en las plantas que regó en la mañana, se
imaginó a Dolo lamiendo un poco de agua en la soledad de la cocina y trajo de
nuevo a su memoria a Ramona Guerra.
Tú sabes que soy fans de Eustaquio. Está muy wena la novela y me cayeron super bien los personajes.
ResponderBorrarNotables los nombres de los cafés.
Esperaré con ansias el siguiente capítulo.
Te recomiendo, encarecidamente, "La luna era mi tierra" a lo mejor es la reencarnación del mismo personaje.
👏