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Maxlósofo

Max se atormentaba frente al Zoom. Allí estaba su profesor por varios minutos afirmando la importancia del asombro al distinguir entre el ser y la nada. “Te dije que el viejo de filosofía era raro”, lo consolaba su hermana recién egresada del mismo colegio. “Pero aguanta, Max. El profe sólo quiere que pienses”, remachó ella ante la cara atónita de su hermano menor. “Y ahora me pide que escriba un ensayo de dos páginas sobre la nada. Lo único que se me ocurre es dejar el documento en blanco. Quizás con eso respondo su pregunta”, contestó Max con ironía. Pasaban los días y el muchacho no atinaba siquiera a escribir la primera línea de su trabajo. “Piensa, Max, ¡piensa!”, se decía a sí mismo mientras hacía girar el globo terráqueo que sus padres le regalaron de niño. Para romper la inercia se le ocurrió usar lo que tenía a mano: su teléfono inteligente. “Sí, eso haré. Aquí voy. ¿Qué es la nada? ¡Eso es!” Revisó su lista de contactos.  A unos pocos los llamó, a otros les envío un audio y a los más, les remitió un mensaje de texto. El primero en responderle fue el Illapu, su amigo charanguero y zampoñero. El chico admitió que no comprendía el sentido de la pregunta, pero le dijo que meditara en el silencio (“como ese que se oye en las alturas de los Andes, Max, donde sólo llegan los cóndores”). Luego, su abuela, sincera como nunca, le habló de la viudez y del aprender a vivir sin su viejo (“fíjate, mijo, que él fue el único hombre a quien besé en toda mi vida”). Vino después su nuevo vecino venezolano: “con mis hermanos nos fuimos yendo de a poco de Caracas. Las habitaciones de la casa familiar hoy están vacías. Mis padres son abuelos de un par de nietos nacidos aquí en Chile que todavía no conocen”. No podía faltar su maestra de la escuela dominical (“Maxito, yo que tú me preguntaría qué había antes del Génesis 1:1”), como tampoco esa amiga que se atrevió a abrirle el corazón (“estoy mal, Max, muy mal. Jamás pensé romper con él. Su ausencia me duele y mucho”). E, incluso, cuando bajó del departamento para comprarle comida a su gato, sin quererlo quedó atrapado en una conversación con el conserje del edificio (“sí, joven: llegó el otoño. Mire usté la cantidad de hojas que ahora tengo que barrer. Los árboles se están quedando pelados”, dijo el hombre llevándose con gracia la palma de su mano sobre su cabeza calva). “Bien, Max, es su turno”, acotó el profesor a la semana siguiente en otra sesión vía Zoom. “Ya, profe, aquí voy”, respondió el estudiante. Se aclaró la voz y con cierta timidez afirmó: “Nada es lo que había en mi cabeza al momento de recibir esta tarea. Nada sea quizás lo que usted sienta cuando entra a impartir su clase y nos encuentra a todos muteados y sin imagen. Nada es todo lo que sé sobre Surinam, un país ubicado en Sudamérica donde no se habla español ni portugués. La nada es una ladrona de alegrías. Pero también es una maestra capaz de enseñarnos el arte de valorar a los que están con nosotros”.  


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