“Permiso, don Eustaquio” –
decía Eduviges abriendo la puerta del despacho de su jefe. “Ya están aquí sus dos
colegas. Me advirtieron que vienen con hambre y le piden que, por favor, no los
haga esperar” – afirmó sin dejar de sonreír como era su costumbre. Ella pensó
admitir que a esos dos cada día los estaba encontrando más parecidos a Timón y
Pumba, los amigos de Simba el león, pero su sentido de prudencia le aconsejó
que mejor lo callara.
¡Diantre! Esos dos estaban
allí -y con una puntualidad asombrosa- y él lo había olvidado por completo. Con
Ramona Guerra dando vueltas en su cabeza, Eustaquio no recordó ni se preparó
para este compromiso y era verdad que desde la semana pasada los tres
comensales -Eustaquio, Onésimo y Filemón- habían pactado con sangre darse otra cita en el “Palacio de Buckingham”. Era éste un clásico restorán del centro
histórico de la ciudad, ubicado en una de esas galerías que tuvieron su auge en
los años treinta del siglo veinte y en las que todavía se pueden hallar pequeños
locales -tan antiguos como sus dueños- que, teniendo sus días contados en la
guerra feroz del mercado, aún resisten vendiendo al detalle chocolates finos,
tabaco para las pipas, pilas para relojes, perfumes para las damas y sombreros
para los caballeros.
En el “Buckingham”, la
autoproclamada cofradía de “Juristas de fina cepa” -Eustaquio y sus dos
contertulios- había gozado de unos almuerzos opíparos y, entre tantas sopas,
fondos, acompañamientos, ensaladas, postres y café de sobremesa, habían ido
forjando una amistad algo extraña para los tiempos que corren.
Ninguno de los tres tenía
Netflix ni sus equivalentes, pero eran lectores voraces. Para nada asiduos a
los deportes extremos ni a las aventuras al aire libre, pero campeones del
ajedrez y el sudoku. Sujetos que un día descubrieron el Word, el Google, el
YouTube y el WhatsApp y desde entonces los usan con la misma alegría de un
cavernícola con electricidad. Tipos que con alguna dificultad lograrían
distinguir a un vegetariano de un vegano. Ninguno sería capaz de comprender la
vanguardia intelectual del animalismo, del “Me too” y de los “Fridays for future”.
Ellos, más bien, todavía se atormentaban y asombraban por la existencia de
Dios; el origen del universo; el sentido de la vida; el bien y el mal; el
problema del dolor y, en especial, el misterio de la muerte. Y, para colmo, entre
ellos gustaban tratarse de usted, se hablaban unos a otros con solemnidad y se
concedían unos grados y títulos que sólo existían en sus mundos de ficción:
doctor, maestro, jurisconsulto, venerable contradictor y honorable señor.
Eustaquio hubiese
querido seguir escribiendo, pero, ni modo, aceptó su suerte y se allanó a
partir a ese almuerzo. Guardó su block de notas y los lápices de colores que ya
había comenzado a estrujar con sus primeras ideas sueltas (un puro amasijo de intuiciones
y frases inconexas).
De camino al “Buckingham”,
y sin rodeos ni omisiones, Eustaquio les contó a Onésimo y Filemón sobre su
encuentro en la oficina con Ramona Guerra. En la confianza que se tenían, los
otros dos comprendieron al instante que su amigo había asumido este asunto como
una carga personal, que se estaba hundiendo en sus propias confusiones e
intenciones y que ahora buscaba una manera decente de salir a flote.
Sentados los tres en la
mesa, cada uno con sendas bandejas repletas de cuanto ese día se ofrecía al
público, comenzaron su intercambio de opiniones sobre el asunto.
“Colega, supongo que
esta historia acabará con usted llevándola al altar. Eso sí, jurista, no se le
vaya a ocurrir primero tocar a la señorita en su desnudez ni con el pétalo de
una flor, mire que, con sus apenas diecisiete años que usted mismo admite
conocer, la imputación de estupro que se le vendrá será sin misericordia ni
contemplaciones” – sentenció Filemón. “Le pido, jurista” -retrucó Galleguillos
con la misma sorna que fue molestado- “que al menos por esta vez se abstenga de
echar a volar su imaginación efervescente tan dada a los dramas de alcoba y pasiones
desvergonzadas”.
Y así transcurrió la
hora y media entre los tres. Comían y bebían y se preguntaban qué sentido tenía
adoptar una actitud paternalista frente a una chica que ya era capaz de apostar
sus propias cartas en el juego de la vida y de asumir las consecuencias de sus
decisiones. Que era del todo inadecuado andar por el mundo ofreciendo respuestas
para consultas que nadie hizo. Que la adolescencia, con sus dilemas y angustias,
era el peaje inevitable que se debía pagar para dejar de ser niños y comenzar a
gozar la juventud. Que la libertad del otro era un sagrado inviolable que no
admitía intromisiones de ninguna clase y menos con la excusa de obrar en favor
del prójimo. Que el reguetón con su perreo no llegaba ni a los tobillos de las
canciones de Serrat y Sabina. Y que, por último, si de veras Eustaquio quería
hacer algo bueno por la chica, pues entonces que le obsequiara una copia del
Quijote de Cervantes, o bien, un ejemplar de Ana Karenina de Tolstoi.
“Gracias, señores” -les
dijo Galleguillos saliendo del restorán y de regreso a la oficina- “sepan que, como
siempre, aprecio sus palabras”.
Al llegar a la esquina
donde se separaban sus caminos los amigos se dieron la diestra en señal de
despedida y prometieron verse la semana siguiente. “Hasta pronto, pues, mis
dilectos doctores” – dijo Eustaquio.
Otra vez sentado frente
a su escritorio Eustaquio intentó apuntar un par de ideas en su block de notas,
pero fue víctima de un sopor profundo que acabó por vencerlo. En su sueño fue directo
a entrevistarse con don Andrés Bello, ese venezolano universal que legislaba
con la misma facilidad que él le cambiaba el agua a su gato, y encima
engendraba normas jurídicas que sonaban a poesía. Eustaquio oyó con claridad al
onírico Bello gritando con voz de fiesta: “¡Las abejas que huyen de la colmena
y posan en árbol que no sea del dueño de ésta, vuelven a su libertad natural!”
Esa sola frase le bastó a Galleguillos para captar una verdad liberadora.
Frente a sus ojos apareció un haz de luz y color que produjo un fuerte temblor
en el piso donde se hallaba su oficina. De pronto, sus ojos le fueron abiertos
y contempló con pudor un alegre desfile de seres calatos. Allí marchaban -uno
tras otro- Filemón, Onésimo, Eduviges, doña Eulogia, don Aurelio, la señora
Peralta, Ramona Guerra e incluso su gato Dolo. Los manifestantes rompieron
filas y luego echaron a correr en distintas direcciones por unas praderas amplias
de pastos violáceos con intenso aroma a lavanda. Los cuatro vientos soplaron
levantando sus cabelleras y transportando una fragancia exquisita. Salvajes
felices aullaban de alegría con más fuerza que Rousseau en sus eróticos sueños
sobre una humanidad sin cadenas. ¡Al diablo las convenciones y los modales! Eustaquio
besó, amó y danzó. Al final se recostó en el suelo con los ojos abiertos
esperando el anochecer y dispuesto a contar las estrellas fugaces que cruzaran
el firmamento.
¡Ring!, ¡ring!, ¡ring!,
¡ring! (y esto muchas veces y por largo rato).
Eustaquio despertó de un
salto. Con la camisa mojada, la cabeza aturdida y obrando sólo por acto reflejo,
levantó el auricular del teléfono que estaba sonando y dijo aló. Era Eduviges.
Al principio estaba por pasarle una llamada de la señora Peralta, pero fue
tanto el tiempo de espera en la línea que optó por decirle que más tarde se
comunicaría con ella. “Quiere pedirle otra hora de atención para que usted
pueda conversar por segunda vez con su hija” – acotó la secretaria. Como si
estuviese borracho, Galleguillos le respondió que estaba bien, que no había
problemas y que le asignara una cita apenas encontrara un espacio disponible en
la agenda para mañana.
Por la tarde, a punto de
terminar la jornada, Eduviges entró al despacho de su jefe. “Don Eustaquio, le
tengo una sorpresa” – le avisó con su voz llena de vida. “Mire, como lo conozco
bien y sé que usted es algo chapado a la antigua, me tomé la libertad de
imprimirle el texto completo del Eclesiastés. Tenga, por favor” – y le extendió
unas pocas hojas de oficio con un tamaño de letra bien grande (“para que no maltrate
sus ojos, jefecito”). Eustaquio se sintió perplejo por los atrevimientos de
Eduviges y por lo cómico del momento, pero de todos modos le agradeció a ella
su gesto. “Lo leeré, pues” – dijo él al despedirse.
De noche, recostado en
su cama y con las ventanas abiertas de par en par por lo caluroso del verano, puso
frente así el enigmático texto de Eduviges. Desde el suelo Dolo se elevó con un
salto para recostarse a su lado. El felino comenzó a ronronear para él, pero
entendió que su amo prefería primero leer esas páginas regaladas antes que
acariciar su pelaje. “Escribe bien este hombre”, pensó Galleguillos. Y después
de un rato sonrió pensando que a la mañana siguiente bromearía con su
secretaria afirmando que esos versos del Eclesiastés no eran más que una copia
impúdica –“un plagio elegante, Eduviges, pero plagio al fin y al cabo”- de los
Heraldos Negros de César Vallejo o las confesiones desinhibidas de Charles Bukowski. Y por última vez en el
día volvió a pensar en la hija de la señora Peralta sin tomarse la molestia de
apagar la luz antes de quedarse dormido.
Con sagacidad Dolo saltó desde la cama y logró encaramarse en el marco de la ventana abierta. Allí se sentó a mirar sin entender que esas estelas en movimiento eran estrellas fugaces que sólo en muy contadas ocasiones se dejaban ver en los cielos de la contaminada ciudad donde vivía su amo.
Felicitaciones
ResponderBorrar¡Muy bueno!
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