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Eustaquio (4)

 

“Permiso, don Eustaquio” – decía Eduviges abriendo la puerta del despacho de su jefe. “Ya están aquí sus dos colegas. Me advirtieron que vienen con hambre y le piden que, por favor, no los haga esperar” – afirmó sin dejar de sonreír como era su costumbre. Ella pensó admitir que a esos dos cada día los estaba encontrando más parecidos a Timón y Pumba, los amigos de Simba el león, pero su sentido de prudencia le aconsejó que mejor lo callara.

¡Diantre! Esos dos estaban allí -y con una puntualidad asombrosa- y él lo había olvidado por completo. Con Ramona Guerra dando vueltas en su cabeza, Eustaquio no recordó ni se preparó para este compromiso y era verdad que desde la semana pasada los tres comensales -Eustaquio, Onésimo y Filemón- habían pactado con sangre darse otra cita en el “Palacio de Buckingham”. Era éste un clásico restorán del centro histórico de la ciudad, ubicado en una de esas galerías que tuvieron su auge en los años treinta del siglo veinte y en las que todavía se pueden hallar pequeños locales -tan antiguos como sus dueños- que, teniendo sus días contados en la guerra feroz del mercado, aún resisten vendiendo al detalle chocolates finos, tabaco para las pipas, pilas para relojes, perfumes para las damas y sombreros para los caballeros.

En el “Buckingham”, la autoproclamada cofradía de “Juristas de fina cepa” -Eustaquio y sus dos contertulios- había gozado de unos almuerzos opíparos y, entre tantas sopas, fondos, acompañamientos, ensaladas, postres y café de sobremesa, habían ido forjando una amistad algo extraña para los tiempos que corren.

Ninguno de los tres tenía Netflix ni sus equivalentes, pero eran lectores voraces. Para nada asiduos a los deportes extremos ni a las aventuras al aire libre, pero campeones del ajedrez y el sudoku. Sujetos que un día descubrieron el Word, el Google, el YouTube y el WhatsApp y desde entonces los usan con la misma alegría de un cavernícola con electricidad. Tipos que con alguna dificultad lograrían distinguir a un vegetariano de un vegano. Ninguno sería capaz de comprender la vanguardia intelectual del animalismo, del “Me too” y de los “Fridays for future”. Ellos, más bien, todavía se atormentaban y asombraban por la existencia de Dios; el origen del universo; el sentido de la vida; el bien y el mal; el problema del dolor y, en especial, el misterio de la muerte. Y, para colmo, entre ellos gustaban tratarse de usted, se hablaban unos a otros con solemnidad y se concedían unos grados y títulos que sólo existían en sus mundos de ficción: doctor, maestro, jurisconsulto, venerable contradictor y honorable señor.

Eustaquio hubiese querido seguir escribiendo, pero, ni modo, aceptó su suerte y se allanó a partir a ese almuerzo. Guardó su block de notas y los lápices de colores que ya había comenzado a estrujar con sus primeras ideas sueltas (un puro amasijo de intuiciones y frases inconexas).

De camino al “Buckingham”, y sin rodeos ni omisiones, Eustaquio les contó a Onésimo y Filemón sobre su encuentro en la oficina con Ramona Guerra. En la confianza que se tenían, los otros dos comprendieron al instante que su amigo había asumido este asunto como una carga personal, que se estaba hundiendo en sus propias confusiones e intenciones y que ahora buscaba una manera decente de salir a flote.

Sentados los tres en la mesa, cada uno con sendas bandejas repletas de cuanto ese día se ofrecía al público, comenzaron su intercambio de opiniones sobre el asunto.

“Colega, supongo que esta historia acabará con usted llevándola al altar. Eso sí, jurista, no se le vaya a ocurrir primero tocar a la señorita en su desnudez ni con el pétalo de una flor, mire que, con sus apenas diecisiete años que usted mismo admite conocer, la imputación de estupro que se le vendrá será sin misericordia ni contemplaciones” – sentenció Filemón. “Le pido, jurista” -retrucó Galleguillos con la misma sorna que fue molestado- “que al menos por esta vez se abstenga de echar a volar su imaginación efervescente tan dada a los dramas de alcoba y pasiones desvergonzadas”.

Y así transcurrió la hora y media entre los tres. Comían y bebían y se preguntaban qué sentido tenía adoptar una actitud paternalista frente a una chica que ya era capaz de apostar sus propias cartas en el juego de la vida y de asumir las consecuencias de sus decisiones. Que era del todo inadecuado andar por el mundo ofreciendo respuestas para consultas que nadie hizo. Que la adolescencia, con sus dilemas y angustias, era el peaje inevitable que se debía pagar para dejar de ser niños y comenzar a gozar la juventud. Que la libertad del otro era un sagrado inviolable que no admitía intromisiones de ninguna clase y menos con la excusa de obrar en favor del prójimo. Que el reguetón con su perreo no llegaba ni a los tobillos de las canciones de Serrat y Sabina. Y que, por último, si de veras Eustaquio quería hacer algo bueno por la chica, pues entonces que le obsequiara una copia del Quijote de Cervantes, o bien, un ejemplar de Ana Karenina de Tolstoi.

“Gracias, señores” -les dijo Galleguillos saliendo del restorán y de regreso a la oficina- “sepan que, como siempre, aprecio sus palabras”.

Al llegar a la esquina donde se separaban sus caminos los amigos se dieron la diestra en señal de despedida y prometieron verse la semana siguiente. “Hasta pronto, pues, mis dilectos doctores” – dijo Eustaquio.

Otra vez sentado frente a su escritorio Eustaquio intentó apuntar un par de ideas en su block de notas, pero fue víctima de un sopor profundo que acabó por vencerlo. En su sueño fue directo a entrevistarse con don Andrés Bello, ese venezolano universal que legislaba con la misma facilidad que él le cambiaba el agua a su gato, y encima engendraba normas jurídicas que sonaban a poesía. Eustaquio oyó con claridad al onírico Bello gritando con voz de fiesta: “¡Las abejas que huyen de la colmena y posan en árbol que no sea del dueño de ésta, vuelven a su libertad natural!” Esa sola frase le bastó a Galleguillos para captar una verdad liberadora. Frente a sus ojos apareció un haz de luz y color que produjo un fuerte temblor en el piso donde se hallaba su oficina. De pronto, sus ojos le fueron abiertos y contempló con pudor un alegre desfile de seres calatos. Allí marchaban -uno tras otro- Filemón, Onésimo, Eduviges, doña Eulogia, don Aurelio, la señora Peralta, Ramona Guerra e incluso su gato Dolo. Los manifestantes rompieron filas y luego echaron a correr en distintas direcciones por unas praderas amplias de pastos violáceos con intenso aroma a lavanda. Los cuatro vientos soplaron levantando sus cabelleras y transportando una fragancia exquisita. Salvajes felices aullaban de alegría con más fuerza que Rousseau en sus eróticos sueños sobre una humanidad sin cadenas. ¡Al diablo las convenciones y los modales! Eustaquio besó, amó y danzó. Al final se recostó en el suelo con los ojos abiertos esperando el anochecer y dispuesto a contar las estrellas fugaces que cruzaran el firmamento.

¡Ring!, ¡ring!, ¡ring!, ¡ring! (y esto muchas veces y por largo rato).

Eustaquio despertó de un salto. Con la camisa mojada, la cabeza aturdida y obrando sólo por acto reflejo, levantó el auricular del teléfono que estaba sonando y dijo aló. Era Eduviges. Al principio estaba por pasarle una llamada de la señora Peralta, pero fue tanto el tiempo de espera en la línea que optó por decirle que más tarde se comunicaría con ella. “Quiere pedirle otra hora de atención para que usted pueda conversar por segunda vez con su hija” – acotó la secretaria. Como si estuviese borracho, Galleguillos le respondió que estaba bien, que no había problemas y que le asignara una cita apenas encontrara un espacio disponible en la agenda para mañana.

Por la tarde, a punto de terminar la jornada, Eduviges entró al despacho de su jefe. “Don Eustaquio, le tengo una sorpresa” – le avisó con su voz llena de vida. “Mire, como lo conozco bien y sé que usted es algo chapado a la antigua, me tomé la libertad de imprimirle el texto completo del Eclesiastés. Tenga, por favor” – y le extendió unas pocas hojas de oficio con un tamaño de letra bien grande (“para que no maltrate sus ojos, jefecito”). Eustaquio se sintió perplejo por los atrevimientos de Eduviges y por lo cómico del momento, pero de todos modos le agradeció a ella su gesto. “Lo leeré, pues” – dijo él al despedirse.

De noche, recostado en su cama y con las ventanas abiertas de par en par por lo caluroso del verano, puso frente así el enigmático texto de Eduviges. Desde el suelo Dolo se elevó con un salto para recostarse a su lado. El felino comenzó a ronronear para él, pero entendió que su amo prefería primero leer esas páginas regaladas antes que acariciar su pelaje. “Escribe bien este hombre”, pensó Galleguillos. Y después de un rato sonrió pensando que a la mañana siguiente bromearía con su secretaria afirmando que esos versos del Eclesiastés no eran más que una copia impúdica –“un plagio elegante, Eduviges, pero plagio al fin y al cabo”- de los Heraldos Negros de César Vallejo o las confesiones desinhibidas de Charles Bukowski. Y por última vez en el día volvió a pensar en la hija de la señora Peralta sin tomarse la molestia de apagar la luz antes de quedarse dormido.

Con sagacidad Dolo saltó desde la cama y logró encaramarse en el marco de la ventana abierta. Allí se sentó a mirar sin entender que esas estelas en movimiento eran estrellas fugaces que sólo en muy contadas ocasiones se dejaban ver en los cielos de la contaminada ciudad donde vivía su amo. 

 

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