El metro de Moscú es una escuela. Cada viaje en el tren subterráneo equivale a una lección. No se trata de libros, pizarras ni cátedras. Es la vida ordinaria la que abre las puertas e invita sin costo a quien quiera aprender algo. He aquí cuatro escenas. Para ingresar al metro usted tiene que descender por escaleras electrónicas larguísimas (como un viaje al centro de la tierra). Así, el descenso aquieta su espíritu y depura su mente de la febril carrera por el pan cotidiano. Esa larga distancia recorrida hacia las entrañas del planeta es una antesala que lo fuerza a pensar y despierta su curiosidad por lo que vendrá. Luego, una vez llegado a la plataforma donde le tocará esperar hasta cuando pase su tren, nada más mantenga abiertos sus ojos para gozar de algunas bellezas artísticas. Tiene varias opciones para contemplar: murales pintados, mosaicos, arquitectura y escultura. Si bien muchas imágenes reproducen un mundo ideal que el socialismo soviético fue incapaz de construir, eso no les resta valor estético. El mensaje salta de los muros a los ojos y, una vez dentro de la conciencia del observador, éste experimenta segundos de alegría o se aventura en reflexiones sinceras. Ahora, una vez dentro del vagón, la masa humana se relaciona de formas que tensionan al máximo las reglas de etiqueta poniéndolas a prueba. Es el caso de aquella anciana que cubre su cabeza con una pañoleta y quien, con un sermón enérgico, logra levantar de su asiento al joven con ojos de pescado congelado que la mira sin cederle su puesto. Y es que el chico se limitaba a verla parada frente a sí con cara de “lo siento, abuela, yo llegué primero. Perdiste, vieja”. Pero ella ha vivido demasiado para tragarse esa bravata. Despabila al señorito encargándose que él sepa que ante las canas sólo toca levantar las asentaderas. Por último, andar en el metro moscovita sin perderse ni frustrarse, es un ejercicio intelectual que requiere análisis y estrategia. Basta tener a la vista el mapa de las varias líneas que componen el tráfico subterráneo para sentir algo de pesadilla y caos. Es fácil confundirse y hundirse en la desesperación del laberinto. Cabeza fría y habilidad para interpretar colores y señales son esenciales para salir aprobado. En suma, viajar en metro puede enseñarle espiritualidad, arte, modales y hermenéutica y, de paso, obligarlo a usar los dos lados del cerebro.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Ja,ja,ja,ja... me recordó un libro de ciencia ficción que leí, pero la escena de la anciana me devolvió a la literatura Franzciana.
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