En San Petersburgo las noches veraniegas de junio son blancas. El cielo nocturno se niega a oscurecer. Es como si Dios hubiera olvidado apagar el interruptor de la luz. A minutos de la medianoche el tiempo parece detenido en las horas tempranas de la tarde, o bien, haberse saltado hasta el amanecer. Los relojes enloquecen. Cerca de las tres y media de la madrugada el sol sale a jugar. El astro se aburre en la cama y no está dispuesto a esperar que suene la alarma de su despertador. No quiere seguir oculto detrás de las sombras e irrumpe nomás con su claridad. Y lo mismo sucede con los habitantes de la ciudad. Los niños insisten en divertirse hasta tarde en vez de ponerse piyamas y lavarse los dientes. Los retos y advertencias de sus padres por hacerlos dormir son inútiles. Los vecinos permanecen en las plazoletas cercanas a sus edificios. Se quedan conversando sin apuro. El clima estival les regala el aguante necesario para gastar los minutos al aire libre sin enfriarse. Los enamorados tienen horas adicionales de luz natural para contemplarse y pasear tomados de las manos. Y hasta el palurdo se siente emplazado por tanta blancura y como nunca se atreve a escribir uno que otro poema. No hay fantasma que salga a intimidar ni ladronzuelo que ejerza el oficio allí donde todo es luminoso. El más perturbado de todos -y también el más contento- es el turista, ese forastero que sólo anda de paso por la ex capital imperial: no comprende lo que sucede, pero goza de una insólita y alumbrada libertad nocturna.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Prosa poética bella para describir aquel conmovedor fenomeno, te quedó hermoso este relato, muy estetico y sensible.
ResponderBorrarTe ha inspirado aquel comunista rincón del planeta!!
Saludos y gracias por compartir tus prosas :)
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