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Postales (5)

San Petersburgo y sus alrededores (Peterhof, islas Valaam) resultan inagotables. El forastero, siempre de tiempos limitados, tiene que conformarse con unas pocas escenas. Palacios antiguos, edificios coloridos y de poca altura, parques frondosos (Aleksandr Pushkin caminaba entre sus árboles y escribía bajo sus sombras), monasterios, cúpulas para ver la ciudad desde lo alto, y aguas de ríos y canales navegables que refrescan el calor de junio, son parte de lo que se puede llegar a conocer. No todo cabe en la memoria y gran parte de esta realidad rusa no logra ser captada por la mirada del observador. Al final de la jornada, con los pies hinchados y la piel caliente por el sol veraniego, el caminante sólo piensa en descansar. Agotado, pero agradecido por algunos destellos de belleza experimentados, anota entre sus apuntes estas tres estampas. Primero, una ardilla capaz de vencer el miedo a la mano humana y bajar de su árbol para recibir la avellana que le ofrece una niña colorina. El roedor, muy inquieto y ligero, arrebata el pequeño fruto y luego busca una rama donde comerlo de inmediato. Se para sobre sus patas traseras, con las otras lo lleva a la boca y con sus dientes lo tritura veloz. Le importa un pepino que desde el suelo la estén fotografiando y capturando su imagen para subirla a las redes sociales. Segundo, una soprano, vestida de jeans y una blusa negra de hombros al aire, regala su voz aguda a quienes deseen escucharla. A cuadras del Hermitage, la calle es su escenario y su público, cualquiera que tenga oídos para oír. Mueve sus brazos con suavidad. Su cara refleja lo que canta: alegría y tranquilidad. ¿Le importará que los transeúntes la estén fotografiando y filmando para las redes sociales mientras ella cierra sus ojos? Cuando acaba de cantar, hace una reverencia y recibe más aplausos que donativos. Y, tercero, el joven que oficia de taxista clandestino y tiene que cuidarse de no ser detenido por la policía. Mientras eso no suceda con frecuencia (las multas cursadas ya están en el olvido), él sigue recorriendo las calles a máxima velocidad. Como es verano, conduce con las ventanas abajo. Las noches blancas hacen su efecto. Sus pasajeros se asustan y piensan en la vida eterna, pero luego se rinden al encanto: se sienten libres y rejuvenecidos. Mientras son transportados a la estación de trenes para embarcar de regreso a Moscú, tienen ante sus ojos, y por última vez, las muestras más representativas de la elegancia y hermosura petersburguesa: ríos, canales, parques, bosques, palacios y residencias de emperadores, zares y de algunos escritores clásicos de la literatura universal. El cuadro es sublime, tanto como lo era la voz de la soprano. El único detalle es que a estas alturas el exceso de velocidad del conductor -más vivo que la mentada ardilla- hace imposible una sola fotografía e ilusa la filmación del paisaje.

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