San
Petersburgo y sus alrededores (Peterhof, islas Valaam) resultan inagotables. El
forastero, siempre de tiempos limitados, tiene que conformarse con unas pocas
escenas. Palacios antiguos, edificios coloridos y de poca altura, parques
frondosos (Aleksandr Pushkin caminaba entre sus árboles y escribía bajo
sus sombras), monasterios, cúpulas para ver la ciudad desde lo alto, y aguas de
ríos y canales navegables que refrescan el calor de junio, son parte de lo que
se puede llegar a conocer. No todo cabe en la memoria y gran parte de esta
realidad rusa no logra ser captada por la mirada del observador. Al final de la
jornada, con los pies hinchados y la piel caliente por el sol veraniego, el
caminante sólo piensa en descansar. Agotado, pero agradecido por algunos
destellos de belleza experimentados, anota entre sus apuntes estas tres
estampas. Primero, una ardilla capaz de vencer el miedo a la mano humana y
bajar de su árbol para recibir la avellana que le ofrece una niña colorina. El
roedor, muy inquieto y ligero, arrebata el pequeño fruto y luego busca una rama
donde comerlo de inmediato. Se para sobre sus patas traseras, con las otras lo
lleva a la boca y con sus dientes lo tritura veloz. Le importa un pepino que
desde el suelo la estén fotografiando y capturando su imagen para subirla a las
redes sociales. Segundo, una soprano, vestida de jeans y una blusa negra de
hombros al aire, regala su voz aguda a quienes deseen escucharla. A cuadras del
Hermitage, la calle es su escenario y su público, cualquiera que tenga oídos
para oír. Mueve sus brazos con suavidad. Su cara refleja lo que canta: alegría
y tranquilidad. ¿Le importará que los transeúntes la estén fotografiando y
filmando para las redes sociales mientras ella cierra sus ojos? Cuando acaba de
cantar, hace una reverencia y recibe más aplausos que donativos. Y, tercero, el
joven que oficia de taxista clandestino y tiene que cuidarse de no ser detenido
por la policía. Mientras eso no suceda con frecuencia (las multas cursadas ya
están en el olvido), él sigue recorriendo las calles a máxima velocidad. Como
es verano, conduce con las ventanas abajo. Las noches blancas hacen su efecto.
Sus pasajeros se asustan y piensan en la vida eterna, pero luego se rinden al encanto:
se sienten libres y rejuvenecidos. Mientras son transportados a la estación de
trenes para embarcar de regreso a Moscú, tienen ante sus ojos, y por última
vez, las muestras más representativas de la elegancia y hermosura
petersburguesa: ríos, canales, parques, bosques, palacios y residencias de
emperadores, zares y de algunos escritores clásicos de la literatura universal.
El cuadro es sublime, tanto como lo era la voz de la soprano. El único detalle
es que a estas alturas el exceso de velocidad del conductor -más vivo que la
mentada ardilla- hace imposible una sola fotografía e ilusa la filmación del
paisaje.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Franz fue un mini viaje, gracias. Ps: súmate al retrato fotográfico.
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