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¡Casi!

Peralta estaba siendo vencido por el sueño. Llevaba un par de horas encerrado en la cabina del vehículo institucional. Se le estaban comenzando a enfriar los dedos de los pies cuando, por fin, sintió que ahora sí despertaba. Llegó hasta ese lugar movido sólo por una corazonada. No tenía evidencia directa que confirmara sus intuiciones. Hasta hoy, no ha logrado convencer a nadie. Horas antes, el juez de garantía se negó a emitir la orden de entrada y registro que Peralta pretendía conseguir a través del fiscal. Pese a todo, algo le decía que esta larga espera no sería en vano. Su olfato callejero lo llevaba a insistir cerrando ese círculo. El agresor tenía que ser alguien cercano a la última de las víctimas. Recordó, además, su más terca convicción policial: no existe el crimen perfecto. Y volvió a pensar en la descripción ofrecida por esa única chica que logró escapar: “era un hombre bien gordo, con una pelada como de cura franciscano y con las dos manos tatuadas como si tuviera la piel de una serpiente”. De golpe, interrumpió sus cavilaciones cuando vio llegar a un individuo robusto que se transportaba en una moto. Desde su punto fijo, Peralta lo observó aparcar y quitarse el casco. ¡Sí: tenía la nuca calva! Esperó entonces hasta que se bajara y estuviera más cerca de la puerta del edificio que del lugar donde había estacionado. En el instante cuando el individuo se hallaba esperando que el conserje le abriera la reja de acceso al condominio, el policía lo aborda. A cierta distancia, exhibe sus credenciales y le ordena que se detenga. Sus palabras no provocan efecto. El hombre actúa como si Peralta no existiera, con total calma y sangre fría. El conserje de turno, un viejo cansado y lleno de miedos, ajeno a lo que sucede afuera, aprieta el botón y la reja se abre. El motoquero ingresa veloz y logra cerrar el portón en la nariz de Peralta. El policía grita y le exige al conserje que lo deje pasar. El anciano, orinándose en los pantalones, obedece, se disculpa con Peralta y le informa que el caballero recién llegado es el vecino del departamento 113 de la torre D y agrega que no sabe si subió por el ascensor o las escaleras. Peralta instruye al abuelo que revise las cámaras y le indica que vea la forma de trancar las puertas de salida a la calle. El policía se la juega y comienza el ascenso por las escaleras. Se apura. Corre. Se tropieza. Está sudando. Cuando va en el sexto piso oye con claridad que dos niveles arriba alguien se desplaza con frenesí. Peralta acelera al máximo. Y lo logra: vuelve a encontrarse con el hombre cuando éste se dispone a salir del sector de las escaleras e ingresar a la zona del piso once. De nuevo, le grita ordenándole que se detenga. Esta vez el sujeto sí lo hace y frena en seco. Peralta no alcanza a reaccionar cuando su presa, volteando la espalda, le dispara al cuerpo. El policía recibe el impacto y cae al suelo, golpeándose la cabeza contra el último escalón que acababa de subir. Siente el dolor y sabe que está perdiendo la conciencia. Recuerda a su madre, se encomienda a la gracia y se pregunta quién cuidará a su hijo. Desde el suelo, atolondrado y perdiendo sangre, responde con voz cortada la llamada del comisario: “jefe, le tengo una buena y una mala. La buena: ¡lo encontré, sí existe y es tal cual como las niñas lo han sindicado! La mala: se me acaba de escapar y de seguro huye en su motocicleta con destino desconocido”. 

Comentarios

  1. Nooo, que triste. Todo su esfuerzo desdibujado por la huida del infeliz. Pero la tranquilidad del deber cumplido. Y que de su vida?. Fuerte…

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  2. Un cuento policial con un final trágico, y uno se pregunta: ¿será el final de Peralta?

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